miércoles, 8 de mayo de 2019

Iratze

Palabra: tinta

Este relato me gusta mucho, aunque no se si está muy bien escrito. Es de esos que me gustaría coger la idea, desarrollarla y mostrar algo más grande. Y eso me mola. Así que alegro de poder dedicárselo a mi hermana Carlota que es la que me dio la palabra.

Sobre un pequeño charco de sangre oscura, el bosque vertió unas gotas de la resina de un árbol, que la hicieron espesar. Una pequeña piedra caliza rodó hasta su interior y se diluyó, dándole un color más uniforme. Y finalmente, el jugo de algunas bayas se añadió a la mezcla otorgando, por fin, la vida a ese charco.


Al principio no podía moverse, no sabía ni siquiera qué era el movimiento. Era apenas una pequeña conciencia líquida que yacía inmóvil y vacía de pensamientos. en lo más profundo del bosque. Solo conocía la lluvia y las hojas que la diluían y la alimentaban.


No tardó mucho tiempo en ir aprendiendo. Al principio imitaba de manera automática algunos movimientos sencillos de los animales y las plantas que lo rodeaban, girando o agitándose; pero no tardó en empezar a dar pequeños pasos e imitar las formas y los sonidos que percibía. Resultó ser un gran imitador y, con facilidad, podía emular el aspecto de un zorro o una ardilla para correr por el bosque.


Cuando caminaba, sus pasos dejaban un rastro minúsculo de manchas oscuras compuestas por su mismo material, que se meneaban y bailaban por el suelo hasta que se secaban y quedaban inmóviles.


Cada instante en la vida de esa nueva criatura era fascinante. Todo era nuevo, mágico y hermoso para ella. Todo era fascinante y emocionante, y aún ni siquiera había conocido a Iratze.


Ella solía salir a correr por las inmediaciones del bosque, siempre tratando de no adentrarse demasiado para no perderse. Lo hacía por una multitud de razones, para despejarse, para mejorar su fondo para los partidos, pero, sobre todo, para que nadie la mirara durante un tiempo. Para que nadie se fijase en ella durante, al menos, una hora al día. Para que nadie la juzgase.


La primera vez que la criatura la vio, se quedó paralizada y oculta entre la maleza. Desconocía que clase de ser era, ni de qué estaba huyendo. No tardó en perderle la pista. Pero al día siguiente volvió hasta allí, para observarla ás de cerca y, de nuevo, al siguiente también. Cuando por fin se atrevió a mostrarse ante ella, lo hizo en forma de pequeñas aves o animales desde cuya perspectiva la observaba, la escuchaba y la olía. Era una criatura mucho más compleja que aquellas a las que estaba acostumbrado a emular. No comprendía dónde terminaba su piel y dónde empezaba el recubrimiento que cambiaba cada día. Su pelo parecía tener una forma completamente antinatural, sus ojos verdes estaban repletos de una infinidad de motas oscuras que se entremezclaban en un millar de tonos, y en muchas partes de sus brazos tenía unas marcas uniformes y armónicas, de ninguna manera casuales. Pero, sobre todo ello, lo que realmente sorprendía a la criatura eran todas las sensaciones que le invadían cuando trataba de imitar a la joven.


Siempre que se convertía en un animal, también se veía invadido por una serie de impulsos y pensamientos sencillos, que le empujaban a explorar y le hacían disfrutar del tacto de la hierba en las patas, o el frío de la lluvia en el hocico. Pero cuando plasmaba a Iratze, era muy distinto. Se encontraba con una infinidad de emociones complejas, pero todas ellas sometidas a una sola sensación de profunda e incomprensible inseguridad. Cada segundo que pasaba en su cuerpo sentía una necesidad irremediable y constante de salir volando de él y escapar muy lejos. Por ello, apenas aguantaba unos segundos imitándola antes de volver a transformarse en otra criatura.


El miedo que sentía, sin embargo, no le disuadía en absoluto de seguir yendo a ver a la joven, cada vez con mayor curiosidad. En busca de respuestas, empezó a acercarse mucho más a la joven. Llegaba hasta sus pies, para observar los pliegues de su ropa y los huecos de sus zapatos; la sobrevolaba para entender cómo funcionaba el pelo de su cabeza. Y, llegado cierto día, cuando sintió que había aprendido suficiente, se transformó frente a ella para comprobar lo que sentía.


Lo cierto es que fue un experimento arriesgado y que le dejó en un estado de extenuación emocional como nunca había sentido. Primero la joven cayó al suelo y pudo sentir su miedo, al verse a sí misma frente a ella. Pero, tras comprobar que, aparentemente no corría peligro, el miedo se fue transformando en curiosidad y la curiosidad en interés. Cada instante en ese cuerpo era fascinante. Por primera vez en su vida, Iratze se estaba observando a sí misma desde fuera, tal y como la veían los demás. Y su mayor sorpresa no se hallaba en haberse encontrado con un clon de sí misma, sino en no odiar aquello a lo que estaba mirando. Al verse a si misma, sólo podía encontrarse, como nunca lo había hecho, perfecta y maravillosa, tal y como era.


La criatura sintió que el mundo cambiaba por completo cuando Iratze consiguió pronunciar unas palabras de confusión. De pronto, en su cabeza, estalló una ola de significados nuevos, una infinidad de términos y palabras que se entrelazaban y daban lugar a un mundo nuevo de formas y construcciones tan complejas que por poco desestabilizaron a la criatura y le hicieron, por un momento, perder su forma humana. Pero era demasiado tarde. Después de conocer esa infinidad de significados, y de cómo esos significados afectaban a sus emociones, tenía claro que no quería dejar de ser humano nunca más.


De alguna manera, sentía como Iratze se sentía bien por su presencia. Aunque le asustaba, quería permanecer más tiempo junto a él, quería seguir viéndose y sintiéndose a través de él. Volvían a verse cada día. Iratze siempre seguía el mismo camino y la criatura siempre se mostraba ante ella. Hablaban y se explicaban lo que sentían. La criatura era incapaz de explicarle a la joven lo que era. Tan solo sabía que era. Y quería seguir siendo, cada vez más.


Con la ayuda de Iratze, fue descubriendo cómo eran los cuerpos de los humanos. Al principio imitaba su aspecto o el de fotografías de otras personas que le enseñaba. Primero amigos suyos, luego personas famosas e incluso personajes históricos. El problema era que  la mayoría de fotos no estaban completas, así que en muchos casos tenía que mezclar elementos de sus recuerdos con la realidad para dar lugar a algo nuevo. Les daba a las copias una forma completamente nueva, les otorgaba tridimensionalidad, expresión corporal y personalidad.


A esas alturas, Iratze ya no podía separarse de la criatura. Había encontrado la manera de llevarla a su casa para poder pasar más tiempo con ella. Era increíble y fascinante, y cada vez que se sentía mal, podía mostrarle algo sobre ella misma que la hiciera sentirse mejor. Cada vez proyectaba mejor lo que sentía hacía ella.


Pero el buen tiempo no duró demasiado. La criatura no tardó en darse cuenta de que cuanto más creaba y más complejas eran sus creaciones, más grande se volvía el rastro que dejaba tras de sí. Muy poco a poco, se estaba consumiendo, perdiendo materia en cada uno de sus pasos. Cada segundo que pasaba le acercaba irremediablemente a la inexistencia.


La primera reacción de la criatura consistió en deshacerse y volver a recuperar su forma de charco original. Dejar atrás las imitaciones y las creaciones, las palabras, las emociones, los impulsos. Dejarlo todo. Fue completamente imposible. No podía permitírselo, no después de Iratze, no después de haber sido por una vez. Tras todo lo que había visto, veía una perspectiva mejor en la muerte que en la inexistencia.


Pero no podía apagarse sin más. Tenía que hacer algo. Y solo tras hablarlo con Iratze lo tuvo claro: tenía otra forma de permanecer en el mundo tras morir. Y así, toda la tinta que perdía, la iba plasmando en lienzo o papel, o la usaba para construir algo nuevo. Creaciones nuevas que sufrían una vida fugaz hasta apagarse y quedarse inmóviles. Trató de crearlo todo, cada cosa que le pasaba por la cabeza y todo lo que era capaz de sentir. Cuando se fuera, quería que Iratze siempre pudiera recordar todas las emociones que le había otorgado y que nunca se le olvidara lo que sentía hacia ella.


Por supuesto, su intenso impulso creativo no tardó en tener consecuencias. Cada vez su tiempo se agotaba más deprisa. Se desgastaba más por cada segundo, pero no podía parar. Desaparecer era la única forma de permanecer.


Y, sin embargo, cuando creía haber descubierto la solución, se topó con otro problema. Cuanto más se esforzaba por crear, peor se sentía. No era el desgaste, ni la cercanía de la inexistencia. Al principio pensó que se estaba reflejando las emociones de Iratze, que cada día le suplicaba que parase de destruirse. No era así. Estaba expresando sus propias emociones. Por primera vez no estaba reflejando a nadie, ni mezclando imágenes, o quizás lo estuviera haciendo, pero de manera tan compleja que acababa convirtiéndose en algo nuevo, único y propio. Sentía tristeza y miedo. Pero era su propio miedo, un miedo concreto e individual a lo que le esperaba tras desaparecer. Porque, ¿acaso tenía sentido todo lo que hacía si, en cualquier momento, no iba a estar? No quería irse, no quería perdurar. Quería ser, y quería ser junto a Iratze, para siempre. Y, de nuevo, en cuanto se dio cuenta de lo que realmente sucedía, algo se encendió en su mente.

La criatura acabó desapareciendo. Y perduró, por supuesto. Iratze nunca volvió a ser la misma. Le había dado el valor de mirar su cuerpo y sentirse orgullosa. Le había ayudado a salir del armario con su familia y sus amigos, y le había dado algo que nunca se podía borrar. La felicidad, por supuesto, y la seguridad. Pero había algo más. Era difícil de ver, e incluso podría pasar por un pequeño defecto de la vista. Pero, si alguien se fijara bien, podría observar como uno de los tatuajes de Iratze, uno pequeño y casi sin forma, se desplazaba como tinta por su piel.

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