viernes, 23 de noviembre de 2018

La chica del mar

Dibujo

David la había conocido en las fiestas de un pueblo costero de galicia. Era una chica extranjera, de Escocia o Irlanda o algo así, no había prestado mucha atención, pero tenía un acento muy sexy. Lo cierto es que no había muchas chicas en su pueblo, y menos así de guapas, tenía que aprovechar cada vez que salía de allí para buscarse un rollo con alguien que mereciera la pena.


Le gustaban muchas cosas de ella, su piel pálida y llena de pecas, sus ojos negros indescifrables, su sonrisa burlona y su melena pelirroja, enorme y rizada. Pero lo que más le gustaba era que se trataba de una chica de pocas palabras. Su silencio, casi sepulcral, la dotaba de un halo de misterio que David sentía que debía resolver.


También le gustaba que suplía claramente su silencio con actos. Antes de verla siquiera, aquella chica se había acercado a él para bailar, y antes de decirle su nombre ya se estaban enrollando en una calle discreta.


David le pidió, casi suplicante, varias veces que se fueran más lejos para estar más tranquilos, entendiendo claramente que estar más tranquilos significaba echar un polvo en la parte de atrás de su coche. Sin embargo, aquella chica solo quiso pasar la noche bailando y bebiendo hasta que saliera el sol. Y exactamente así es como lo hizo.


Cuando despuntaba ya el amanecer, y varios vecinos les habían gritado ya por molestar, aquella chica le dio la mano y le guió a través del pueblo, paseando tranquilamente hacia la playa. Era una playa de piedras, con varias zonas rocosas llenas de cangrejos y moluscos de todo tipo.


La joven le llevó tras una de las rocas y se sentó, apoyándose en ella, con los pies metidos en el agua. David se sentó a su lado. El suelo de piedras era incómodo, y la roca incluso más, pero no le importaba demasiado mientras esa joven le besaba y se sentaba sobre él.


Enseguida metió sus manos bajo su camiseta, recorriendo su espalda con los dedos, hasta que sujetó la tela y se la quitó de un tirón, dejando el torso de la joven al descubierto. A ella no pareció importarle y David aprovechó para fijarse en su cuerpo. Era realmente preciosa, cada centímetro de su piel, blanca y pecosa… excepto por una cosa, que David no tuvo por menos que señalar, casi horrorizado.


— Joder, ya podrías haberte depilado.


La joven le miró levantando una ceja, pero luego siguió besándole. Pero David ya no podía dejar de pensar en el pelo que había visto, cuando acariciaba su espalda no podía dejar de pensar en el pelo y casi podía sentirlo en sus dedos. O no, lo estaba sintiendo realmente, por toda su espalda, una gruesa capa de pelo que casi cubría su mano. Asustado, abrió los ojos y se encontró que, sobre él, la criatura que había ya no era en absoluto la chica que había conocido.


La piel de la joven estaba rota y plegada y de su interior había salido una criatura enorme y grisácea, con un hocico como el de una foca y unos largos bigotes.


— ¿Pero qué cojones? — fueron las últimas palabras que dijo David antes de ser arrastrado al mar de un fuerte tirón por esa criatura


Nadie volvió a ver a David, pero tampoco nadie le buscó. Y no solo porque nadie quisiera buscarle, sino porque en ese pueblo costero todos los habitantes conocían perfectamente a los selkies, su simpatía y sus ganas de divertirse. Y también las consecuencias de tratar mal a uno de ellos.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Hambre

Dibujo

Cuando Razban era pequeño, allá por el año 1466, su madre le dejó una cosa bien clara: para sobrevivir en el mundo, tendría que hacerlo a costa de los demás. Al principio no lo entendía, pero la experiencia le ofreció múltiples oportunidades de comprobarlo. Y cuando, tras una turbulenta caída a una cueva, acabó convirtiéndose en un vampiro, las palabras de su madre se presentaron más reales que nunca.


El hambre que le recorrió el cuerpo desde aquel día le llevó a alimentarse sin remordimientos de todo aquel que se cruzaba en su camino. La sangre humana le proporcionaba un placer, una energía y una vitalidad como nada se lo había proporcionado en la vida.


Al principio no era tan fuerte, pero según pasaban los años el hambre se fue haciendo cada vez más intensa hasta el punto de volverse completamente insoportable. Necesitaba alimentarse cada poco tiempo y durante algunos años fue sencillo. Salir por las noches, cazar algún incauto, o varios si había suerte; y alimentarse de su sangre durante las siguientes semanas, o días. Lo cierto es que con el tiempo la sangre apenas le saciaba durante un día.


No le importaba mucho tener que matar. Hacía ya 400 años desde la muerte de su madre, pero recordaba bien sus enseñanzas. Necesitaba que otros murieran para seguir adelante, no había más remedio. No se trataba de un acto de odio o de sadismo, sino de supervivencia. Había aprendido a matar y devorar a toda clase de personas, en todo tipo de situaciones. Su posición en la alta aristocracia europea le facilitó en gran medida llevar a cabo una infinidad de asesinatos casi diarios, hasta que todo se vino abajo.


Razban nunca supo si todo había empezado antes de conocer a Ivantie, pero desde luego que ese joven lo cambió todo. Debió ser por el año 1982 cuando, creyéndose afortunado, Razban se lo encontró en un callejón oscuro a altas horas de la noche. Sabía que esa clase de personas era la que a menudo nadie echaba de menos.


Se transformó en un pequeño murciélago y voló cerca de una farola, hasta encontrar una sombra con la que fundirse y deslizarse tras ese hombre desarrapado que se recostaba casi inerte sobre la pared del callejon.


Ivantie apenas se dió cuenta de que la oscuridad se solidificaba a su alrededor, mostrando a un hombre alto y pálido, con unas orejas puntiagudas y un traje completamente negro. Apenas se dio cuenta de cómo aquel vampiro se arrrodilló junto a él y le olió el cuello despacio, apunto de chuparle el cuello para, finalmente, clavar sus dientes en él. Eso sí que lo notó. Respondió con un grito, casi tan fuerte como el de Razban. Aquella sangre no era normal, estaba contaminada con algo que quemó el interior de Razban, centímetro a centímetro.


— ¿Qué cojones? — gritó Ivantie, a duras penas.
— ¿Qué le, ¡ah!, qué le pasa a tu sangre? — el veneno le producía un dolor indescriptible, como nunca había sentido.
— ¿Eh? ¿De qué estás hablando? ¿Qué le pasa?
— ¡Quema! ¡Me quema por dentro!
— ¡Que te jodan! No haberme mordido, tronco…
— La… la necesito. Necesito sangre, por favor. ¡Por favor! ¡Quema!
— ¿Pero qué cojones te pasa tío? ¿Qué eres, un vampiro o algo así?


Razban no dio otra respuesta que un gruñido, enseñando los dientes.


— ¡Joder, sí que eres un vampiro, me cago en Dios!


El vampiro cayó al suelo, incapaz de moverse por el dolor de la sangre, casi patético. Y así, en el suelo, casi llorando, Ivantie pudo centrarse lo suficiente para sentir pena por él.


— Oh, no puede ser— se dijo a sí mismo— , no se por qué cojones estoy apunto de hacer esto.


Pero lo cierto es que sí que lo sabía. En esa mirada, dolorida y desesperada, Ivantie no solo veía a Razban, también se veía a sí mismo. Muchas veces el espejo le había devuelto esa mirada desquiciada ante la posibilidad de no encontrar un chute de heroína. Sabía lo que ese vampiro sentía y no podía negarse a ayudarle. Y lo cierto es que también le parecía muy guapo, no podía negarse a ayudarle. Así que lo cargó sobre su hombro y lo arrastró hasta un par de calles más abajo. Una vez allí, atravesaron una verja y se colaron en un edificio vacío.


— Aguanta un poco, tronco, te voy a echar una mano— le dijo mientras le apoyaba delicadamente en el suelo y entraba en una habitación contigua— . Me cuelo aquí para buscar algo con lo que chutarme cuando no tengo mi mierda, pero recuerdo haber visto que a veces guardan sangre para transfusiones por aquí, espera un minuto. ¡Sí! Justo aquí.


Ivantie volvió corriendo, con un par de bolsas para sangre que ofreció a un debilísimo Razban. El vampiro tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando consiguió oler la sangre, engulló ambas bolsas con tanta ansia que por momentos aparecían rasgos de murciélago en su rostro.


Sintió la sangre recorriendo su cuerpo, eliminando el veneno y llenándole de energía. El dolor desapareció en pocos segundos y en su lugar aparecieron las fuerzas necesarias para levantarse, de un vuelo y plantarse frente a Ivantie, que le miraba con una sonrisa nerviosa. Olía su sangre, olía deliciosa. Podría devorarle en un segundo y luego purgarse con esas bolsas de sangre, como siempre había hecho. Ese joven le había ayudado y no entendía por qué, aún resonaban, tras tantos años, las palabras de su madre en su cabeza.


Pero había algo en la mirada de ese hombre, algo que, sin entender cómo, le recordaba a él mismo, a cada día sin sangre; pero también a cada una de sus víctimas. Le había mostrado una nueva forma de alimentarse, una forma diferente de sobrevivir que ni siquiera se había planteado. Una forma de sobrevivir que lo cambiaba todo.


Y esa sonrisa nerviosa era tan bonita…

sábado, 3 de noviembre de 2018

El ejército de arpías

Dibujo

A sus 22 años, Sonia sentía no había logrado nada en su vida. Hacía tiempo que había dejado el instituto, sin llegar a conseguir nunca ningún título; después había encadenado multitud de trabajos de dependienta hasta ser conocida en todas las tiendas de su barrio. Había intentado irse de casa en varias ocasiones, pero siempre se veía obligada a volver a la casa de su madre, a la que realmente no aguantaba. Y para colmo, el médico acababa de decirle que tenía sobrepeso, ¡sobrepeso! Pero si a ella le parecía que estaba buenísima. Ese imbécil no tenía ni idea.

Acababa de salir de la consulta, estaba de mala hostia y estaba cayéndole encima una tormenta increíble. No se había llevado un paraguas, ni un triste chubasquero. Y encima tenía que ir a cuidar de un crío estúpido de cuyo bienestar dependía su sueldo.

Estaba asqueada. Nada tenía sentido, la vida era un esfuerzo constante que, por mucho que se esforzaba, no la estaba llevando a ningún sitio. No, hacía años que había asumido que no se trataba de que el mundo fuera una mierda, sino que era ella la culpable todo lo malo que sucedía en su vida. Era el principio y el fin de todo su propio mal, en una espiral de decadencia y autodestrucción que tiraba de ella y la había arrastrado hasta allí: gorda y empapada, yendo a cuidar a un niño por el que ni siquiera le pagaban lo suficiente.

Y fue en ese momento cuando todo cambió. Estaba Sonia a punto de girar la esquina, pegada a una pared para taparse de la lluvia con una terraza, cuando cayó sobre ella un rayo que la atravesó desde la cabeza hasta los pies. Fue un dolor indescriptible, como si cada célula de su cuerpo estuviera explotando en un solo segundo. La dejó fulminada en el suelo, pero el dolor no había hecho más que empezar.

Sonia notó que su piel se rajaba. Por su espalda, por sus brazos, por sus piernas, por su boca. No era todo su cuerpo, sino zonas concretas. Y cuando fue capaz de mirar, pudo comprobar que, efectivamente su piel se estaba rajando para dejar emerger un cúmulo de plumas anaranjadas a lo largo de su cuerpo. Su ropa se rajó para dejar que dos enormes alas emergieran en su espalda y, cuando se llevó las manos a la cara, pudo comprobar que su boca se estaba transformando en un enorme pico.

Estaba dolorida, pero había algo mucho más poderoso en su interior. Una fuerza interna que le hizo ponerse en pie y, de un salto, echarse a volar con sus nuevas alas. Eran enormes, hacía mucho ruido al agitarlas. Comprobó también, en el aire, que sus piernas estaban cubiertas de escamas y, al final, le habían salido unas enormes garras.

Había algo en su cabeza, no era una voz, pero le hacía entender cosas, conceptos. No sabía qué era, ni qué le había pasado, pero sabía lo que podía hacer. Volando sobre la ciudad, sobre las nubes, por una vez se sentía grande, poderosa, imparable.

Era increíble, nunca había tenido esa sensación. Nunca se había sentido bien consigo misma, y acababa de darse cuenta. Sentía el viento en la cara y la niebla atravesándole las plumas, sabía que eso era lo que quería seguir para siempre. Por supuesto, no lo hizo.

Aproximadamente tras media hora de vuelo, la tormenta pareció disiparse, mostrando un mundo que en nada se parecía al barrio sobre el que Sonia creía estar volando.

Lo primero que vio fue una flecha enorme que pasó zumbando a pocos metros de ella. La esquivó por pocos centímetros. Cuando buscó su origen solo encontró varias decenas de flechas similares volando en su dirección. Las esquivó como pudo y trató de huir de allí, cuando se encontró a otra chica como ella cayendo al vacío, con dos flechas atravesadas. Tras ella, al menos un centenar de mujeres aladas descendieron, volando, hacia la tierra de la que provenían las flechas.

Guiada por esa fuerza interior, Sonia las siguió, esquivando flechas y viendo como muchas de ellas caían, muertas. No entendía nada, pero suponía que esa era la manera que tenía de sobrevivir.

Una inmensa tormenta rodeaba un cañón rocoso en el que se encontraba un ejército de criaturas diversas, con arcos y armaduras que trataban de asestar con sus armas en las mujeres aladas. No sabía cómo entró a la batalla. Le rajó el pecho con sus garras a un centauro y golpeó a un elfo en el casco. Inmediatamente después todo se puso mucho peor. Fue también un centauro su primera víctima. Le costó arrancarle la cabeza, pero, cuando le cogió de las patas y no le dejaba volar, no tuvo más remedio que hacerlo. Después de él vino otro y muchos más.

También fue dura la primera flecha. No sabía cuántas horas había durado la batalla, cuando se clavó en su costado. También vinieron otras tras esa, pero ella siguió luchando sin debilidad, como había hecho toda su vida.hasta que el último de sus enemigos hubo caído.

Estaba en el suelo, llena de agujeros. Sin saber por qué había luchado, ni a quién había matado, ni por qué estaba muriendo. Apenas podía respirar, notaba como su cuerpo se llenaba de algún líquido. Y cuando más se sintió morir, todo el mundo cambió.

Volvía a estar en su barrio, con su ropa bien puesta y sin alas. Ni siquiera estaba chamuscada por el rayo. Todo estaba normal. En ese momento no estaba segura de si todo eso había sido verdad, tardaría un tiempo en descubrir que sí, y que volvería a pasar, una y otra vez.  Pero sí que se había dado cuenta de algo. Algo había cambiado dentro de ella. Al principio lo achacó a una fuerza mágica, pero no era así. Ese impulso interno que la había empujado sobre el cielo y en la batalla seguía ahí, porque no procedía de ningún rayo ni ningún dios. Era su propia fuerza, que creía perdida. Una fuerza superior que la empujaba a cambiar el mundo y a ser mejor, que llevaba mucho tiempo dormida.

Seguía estando gorda y seguía viviendo con su madre. Seguía teniendo que ir a cuidar de ese estúpido niño. Pero, qué cojones, no había nada de malo en eso, era su puta vida y ya encontraría la manera de arreglarla, si en algún momento quería. Porque podía hacerlo, lo sabía. Y ni un ejército la podría parar.

viernes, 2 de noviembre de 2018

La joven Medusa

Dibujo

Al internado para jóvenes sobrenaturales de Atenas acudían adolescentes mitológicos de todo tipo. Había centauros y minotauros, quimeras, esfinges e incluso arpías. Sin embargo, pese a todo, resultamos no estar preparados para enfrentarnos a ciertas dificultades cuando la joven Medusa ingresó en la escuela para vivir entre nuestros
Para sus padres, Medusa resultó ser una adolescente bastante problemática y acababa de cumplir los 345 años, por lo que consideraron que sería apropiado enviarla a estudiar con nosotros, aunque ella no estuviera muy por la labor. Por mi parte, siempre la vi como una joven de lo más normal, con sus rabietas y sus crisis existenciales. Con la excepción, por supuesto, de su dificultad.

Medusa tenía la cabeza llena de serpientes, salvo un lateral que se empeñaba en llevar rapado, tenía los dientes como cuchillas y la piel verde por completo, nada fuera de lo normal. Sin embargo, a diferencia de sus compañeros, ella tenía que llevar siempre los ojos vendados. Veía perfectamente, pero le bastaba con mirar durante un segundo a cualquiera de sus compañeros para convertirlo en piedra para toda la eternidad.

Nuestras clases no estaban en absoluto adaptadas para enfrentarnos a ese tipo de problemas, así que pronto establecí una relación bastante estrecha con Medusa en la que yo le servía de apoyo, tanto para las clases como para el resto de su vida.

Por ello, no me extrañó nada cuando entró por enésima vez llorando en mi despacho, gritándome que quería irse a su casa y que el internado era una cárcel y que nadie entendía cómo se sentía. Tardé varios minutos en conseguir que dejara de llorar, y otros tantos en que me explicara lo que realmente le pasaba que, por supuesto, no tenía nada que ver con el internado, ni con sus padres.

Por supuesto, había empezado a salir con otra chica del internado y, sin yo entender realmente cómo, en dos días se había enamorado loca y perdidamente de ella. Me dijo que era la mujer de su vida y, por supuesto, no había nadie como ella. Claro que me dijo que yo no lo podía entender y me suplicó que las dejáramos salir del internado un día para poder tener una cita a solas.

Eso no era mi competencia en el colegio, sino del director. Medusa ya había hablado con él. Pese a que en otros casos es fácil dar permisos a los estudiantes, con cierto control, para salir por ahí, pero el caso de Medusa resultó ser diferente. La directora no estaba por la labor de dejar salir sola a una chica que era, a todos los efectos,ciega.

Medusa me lo pidió y me lo suplicó, me dijo que no se irían muy lejos, y que su novia cuidaría de ella. Lo cierto es que eso sí que lo entendí. No podía ser que una sola de nuestras alumnas tuviera menos derechos que las demás, teniendo en cuenta la enorme diversidad con la que siempre habíamos trabajado. 

Le di vueltas al asunto y al final di con una solución. Con un hechizo localizador, Medusa podría salir libremente, y podríamos encontrarla si se perdiera. A la directora le pareció bien y a Medusa también. Al principio.

Dos días después volvió a presentarse en mi despacho, llorando. Llevaba un vestido corto y se había maquillado. Ese era el día en que iba a salir con su novia. Y aún así estaba ahí, llorando llorando en su despacho. En cierto modo lo entendía. Esa chica era distinta las demás, tenía un problema y no habíamos sabido lidiar con él, pese a que era, claramente, su responsabilidad. Mientras esa chica estuviera allí no iba a poder ser feliz y era nuestra culpa. Qué desastre.

Sin embargo, cuando le pregunté por qué lloraba, no pude evitar echarme a reír. No podía ser. Tanto tiempo dándole vueltas a su problema, durante meses, sin darse cuenta de que esa chica era una niña, y sus necesidades eran realmente sencillas. Y que, sin saberlo, ella siempre había tenido la solución a su problema. Porque lo que hacía llorar a Medusa no era su ceguera, ni sus miedos, ni verse distinta a sus compañeros. Lo que hacía llorar a Medusa es que nadie le había puesto un espejo en su habitación.

Un espejo. Menuda tontería. Ni siquiera había pensado que pudiera mirarse al espejo, ni siquiera había pensado que no era ciega realmente. Le ofrecí usar el mío, claro, no quería ser yo quien estropease su cita. Lo cierto es que estaba realmente a favor de esa relación, las dos chicas me caían realmente bien.

Medusa tenía unos ojos realmente bonitos. Eran verdes, brillantes, con motas negras. Al principio noté que les afectaba la luz, pero en seguida reflejaron la luz y la vitalidad que reflejan los ojos de todos los adolescentes. Nunca creí que los fuera a ver. Casi fue decepcionante cuando se los volvió a tapar y se fue, a toda prisa, dejando caer un diminuto “gracias”.

Durante todos mis años como profesor he aprendido muchísimo de los alumnos, y con Medusa no era diferente. Me sentí casi cambiado. Hablé inmediatamente con la directora para explicarle mi plan con los espejos para mejorar la estancia de Medusa allí y quedó casi tan sorprendida como yo. Era una sorpresa extraña, casi obvia, como si la respuesta hubiera estado delante de nosotros todo el tiempo.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Las ninfas

Dibujo

Tuve la suerte, hace años, de ser invitado a un evento irrepetible, gracias a mi faceta como entomólogo y mis años de investigación. Tras dedicar muchísimas horas a la observación, estudio y categorización de los hábitos y costumbres de todos los insectos del bosque de Tempaniebla, recibí la visita de unas criaturas que escapaban de las posibilidades a las que me limitaba mi imaginación.


Las ninfas, así me dijeron que los humanos las habían llamado, poco o nada tienen que ver con las múltiples representaciones que de ellas hemos hecho a lo largo de la historia. De hecho, si no fuera porque ellas mismas me confirmaron que pertenecían a una misma comunidad, ni toda mi experiencia como científico me hubiera llevado como una misma especie.


Son criaturas realmente excepcionales, de todos los colores y tamaños, con aspectos diversos y todos ellos hermosos. Cada una de ellas nace y vive con el sino fundamental de proteger el equilibrio del bosque. Algunas, las más altas y robustas, se encargan de que los árboles crezcan grandes y fuertes, y otras, que perfectamente me cabrían en la mano, se encargan de llenar de hojas cada rama.


Existen unas que caminan a cuatro patas y casi todo su cuerpo está cubierto de pelo, y son las encargadas de cuidar de los animales, darles cobijo cuando hay mal tiempo y llevarles hasta la comida cuando tienen hambre; mientras que otras, que viven en las ramas y nunca bajan de ahí, dedican su vida a enseñar a volar a los polluelos de los nidos y a darles el valor para saltar cuando llega el momento.


Cuando las ninfas se mostraron ante mí, lo hicieron con un interés muy concreto, fruto de los meses que habían dedicado a estudiarme mientras yo creía ser el científico. Buscaban información. Recientemente, una de sus compañeras había fallecido en el ejercicio de su deber. La última ninfa de los insectos. Y necesitaban mis conocimientos para dar vida a la siguiente de las ninfas.


Por supuesto que le presté mi ayuda y les otorgué todos mis bastos conocimientos. En ese momento no sabía muy bien qué iban a hacer con ellos, pero no tardé en descubrir que la magia de las ninfas actúa de una forma continua y natural, dando forma y respuesta a sus pensamientos de maneras a veces poco precisas.


Y así fue como llegó el día en que asistí al nacimiento de una ninfa. Los pensamientos de todas sus compañeras habían dado lugar a un capullo parecido al que hacen los gusanos de seda. Habían sido meses de estudio y enseñanzas que por fin darían lugar a una nueva y hermosa criatura.


No seré aventurado si digo que no era el único que estaba expectante. Nunca había visto a las ninfas tan calladas como aquel día. Nunca he llegado a saber si realmente viven con emoción ese momento de forma habitual, o sí estaban más nerviosas por haber creado por primera vez el fruto de los pensamientos de un humano.


Tuvimos que pasar varias horas mirando el capullo hasta que pasó algo. Una leve vibración, un sonido agudo y recurrente, golpeaba el capullo desde dentro. Algunas fibras que lo formaban empezaron a abultarse y a separarse en torno a un cuerpo oscuro que empujaba desde su interior. Y lo que salió de allí era la criatura más horrorosa que he visto jamás.


Debía ser del tamaño de una cabeza humana, con tres pares de patas peludas y dos pares de alas translúcidas en la espalda. Su cabeza era negra y estaba formada en gran medida por unos enormes ojos compuestos por centenares de ocelos rojizos y un corto probóscide que debía hacerle de boca. Y a su alrededor, una brillantísima melena rubia le colgaba desde la cabeza hasta por debajo de los pies.


Al principio, cuando la criatura miró a su alrededor, confusa, y dio sus primeros aleteos, debo confesar que estaba un poco asustado. ¿Y si mi mente, humanamente perversa, había creado una criatura terrible y maligna que ni las ninfas habían sido capaces de predecir?


Sin embargo, las ninfas, tras el primer vuelo de esa criatura, estallaron en una ovación y corrieron, saltaron y volaron a abrazarla. Y la criatura, contra todo mi pronóstico, recibió ese abrazo con una emoción y alegría que no estoy seguro de que fuese todavía capaz de comprender.


Con su magia, las ninfas le crearon un vestido y le llenaron el pelo de flores y la llevaron al centro del bosque para celebrar un gran festejo por la llegada de su nueva compañera. Una criatura rara e imperfecta pero, visto en perspectiva, muy parecida a todas las demás. Dedicaría su vida a cuidar de los insectos del bosque y a protegerlos de los peligros del exterior bajo el nombre por el que esa misma noche fue bautizada: Moscardia.


Nunca más volví a ver a las ninfas. Fueron amables conmigo, pero mi presencia no dejaba de resultar un peligro, así que a la mañana siguiente simplemente habían desaparecido. Yo sigo con mi trabajo, claro, pero ahora veo las cosas de otra manera. Observo, estudio y categorizo los insectos, como siempre he hecho. Pero ahora trato de usar esos conocimientos para cuidarlos y protegerlos. A los de este bosque y a los de todos los demás. Porque cuando por fin conoces a las ninfas, no puedes evitar convertirte en una de ellas.

miércoles, 31 de octubre de 2018

Por el amor de Dios


Allí, frente a aquella figura del Cristo Resucitado de la Parroquia de Santa Catalina, Nico tuvo claro que dedicaría su vida al santo oficio. Sólo tenía 13 años y había tenido que viajar, junto a su familia y su desgana, a Cádiz por una serie de razones a las que ni siquiera había prestado atención. Sin embargo, cuando ese día le levantaron de la cama temprano y en contra de su voluntad para hacer turismo, él no sabía hasta qué punto iba a cambiar su vida.
Esa imagen, con el Señor resucitado y vestido con un trapo que apenas le cubría, mientras le señalaba directamente a él con la mano, provocó en Nico una sensación que nunca antes había sentido.
Un intenso calor, que provenía de debajo de su estómago, recorría cada rincón de su cuerpo hasta llegar a su cabeza. Hacía que le sudaran las manos, y casi no podía pensar ni respirar. No sabía lo que le estaba pasando, pero tenía algo bien claro. Quería dedicarle su vida a ese hombre.

De esta manera, y pese a que su familia nunca había sido muy religiosa, se empeñó en internar en el seminario para jóvenes de San Cayetano, con el objetivo de poder continuar con sus estudios mientras se preparaba para pasar a formar parte del ministerio sacerdotal.

Aunque ingresó con facilidad, nunca llegó a tener una relación demasiado estrecha con ninguno de sus compañeros. Eran muy distintos a él, pese a ser todos tan arreglados y formales como esperaba. Le decepcionó no encontrar allí a nadie que afirmara sentirse como él al encontrarse ante el Señor. Porque, aunque aquella había sido la primera vez que le había sucedido, desde luego no había sido la última. Las representaciones de Jesucristo le siguieron poniendo nervioso, hasta el punto de resultarle difícil estar centrado en una tarea o en una clase cuando Él estaba presente. Esto, para los sacerdotes del seminario no resultaba ningún problema, por supuesto. Estaban encantados con Nico. Era, sin duda, el alumno que más devoción sentía por el Señor.

Y precisamente por su devoción y su tesón, a la dulce edad de veinte años, pasó de ser llamado Nico a don Nicolás, y a cambiar las camisas por el alzacuellos. Y cuando pensó que había logrado lo que el Señor esperaba de él… no sintió nada especial.

No entendía nada. Jesucristo seguía provocando esa profunda sensación en él. Aunque con los años había menguado, nunca había llegado a desaparecer del todo. Infinitas veces se acercó a Él para preguntarle sobre lo que debía hacer, pero en ninguna de ellas obtuvo más respuesta que esa sensación que tan bien conocía.
Buscó respuestas en todas partes. En los libros y en los sabios. Pese a que muchos afirmaban haber sentido la Gracia Divina, ninguno lo hacía como lo había hecho él. Abandonó su parroquia y se recluyó en un monasterio, en busca de respuestas a través de una vida de meditación. Tampoco las encontró. Ni siquiera cuando viajó a África con las misiones, para dedicarse a los más pobres.

Se sentía acabado. Sabía que Dios tenía un plan para él, y que le insistía cada día para que lo abrazara y se dedicara a él. Pero, ¿cómo lo iba a hacer, si ni siquiera sabía cuál era? ¿Estaba decepcionando a Dios? ¿Estaba echando su plan a perder?

Con el tiempo, frustrado y asumiendo que nunca sería capaz de completar la misión que le había encomendado el Señor, volvió a su parroquia, rendido y dispuesto a entregarse a una vida llena de preguntas que nunca serían respondidas.

Sin embargo, en la puerta de la Iglesia algo le dejó paralizado. Había un hombre, sentado junto a la puerta, pidiendo dinero y acariciando a un perro sucísimo que estaba acostado a su lado. Era un hombre joven, aunque con el rostro muy envejecido. Toda su cara estaba cubierta por una barba mal recortada de color castaño claro y una melena enmarañada le bajaba hasta los hombros, entre la que se asomaban algunas rastas. Y sus ojos claros se habían dado cuenta de que don Nicolás no podía dejar de mirarle.

No sabía lo que le estaba pasando. Era esa sensación otra vez. Esa que sentía cada vez que estaba a solas con el Señor. Pero era distinta. El calor, la respiración, su corazón. Todo había vuelto a ser tan intenso como aquella vez, cuando tenía trece años, cuando tenía delante a aquel Cristo Resucitado.

— ¿Pasa algo, padre? — preguntó el hombre con una voz no muy grave, pero bastante ronca.
— ¿Jesús? — fue lo único que se sintió capaz de decir don Nicolás.
— ¿Qué? Creo que se equivoca padre, yo me llamo Fran.

El hombre no pudo evitar reírse un poco mientras respondía, dejando escapar una sonrisa. Era la sonrisa más bonita que don Nicolás había visto nunca. Era una sonrisa que, si bien no mostraba los dientes más colocados del mundo, ni era especialmente simétrica, hizo sentir a don Nicolás cosas que jamás había sentido. Cosas que ni siquiera el Señor le había hecho sentir nunca. Aquella sonrisa se deslizó hasta lo más profundo de su alma y respondió más preguntas que cualquiera de los viajes que había hecho.

Y, en un instante, aquella sonrisa lo cambió absolutamente todo.

jueves, 25 de octubre de 2018

El armario de la calle Getaria


En algún piso de la calle Getaria, en San Sebastián, hay un edificio de cuatro plantas. En la primera planta hay un apartamento con tres habitaciones, y en una de ellas, escondido en un armario, habitaba un demonio. Y el día veinte de julio de este año yo compré ese apartamento.
No revelaré mi nombre, no deseo que se conozca mi identidad. Pero después de lo que he descubierto, creo que es de vital importancia compartir esta historia con quien sea que la lea. Si estás aquí leyendo esto, te imploro que te leas hasta el final. Es posible que mi vida dependa de ello. Claro que, para que lo entiendas, debo empezar desde el principio.
Tardé algún tiempo en darme cuenta. Soy una mujer adulta, no me sugestiono con facilidad. Por eso, cuando compré la casa atribuí el constante traqueteo de ese enorme armario de madera oscura a nada más que las vibraciones que con mis pasos producía en el suelo. Retumbaba y se tambaleaba cada vez que caminaba junto a él, era lo más lógico que podía imaginar. Pero me bastó con dudar una sola vez para darme cuenta de lo equivocada que estaba.
No sé qué pasó esa noche. Quizás había visto alguna película de terror, o puede que leyera algo en Internet. Estaba aterrorizada, y cuando volví a mi habitación el armario ya no parecía el mismo, era más grande y su madera más oscura, casi podía sentir como me acechaba, inmóvil desde la pared. Y, joder, desde luego su incesante golpeteo ya no me parecía en absoluto una inocente vibración, sino que me recordaba más al seco retumbar de los cascos de un caballo sobre la piedra.
No me sentía segura en esa habitación. Sabía que tenía que ser una tontería, pero no podía quitarme de la cabeza la idea de que un fantasma o un demonio hubiera poseído mi armario y estuviese tratando de escapar para hacer quién sabe qué con mi curpo. Así que me fui al salón para dormir tranquila. O para intentarlo.
El miedo me devoraba. Las sombras de mi casa se convertían a mi alrededor en un aquelarre de formas imposibles que amenazaban con deslizarse sobre mí en cuanto cerrase los ojos. La luz del detector de incendios teñía el pasillo de un azul onírico que se desbordaba hacia el resto de habitaciones y estaba completamente segura de que terminaría iluminando a alguna clase de criatura deseosa de alimentarse de mi alma.
Aún no se bien cómo, cerrando las puertas y los ojos, conseguí relajarme y, al cabo de las horas, dormirme, aunque no tardé mucho en despertar. Estaba helada de frío. Todas las ventanas y puertas de la casa estaban abiertas de par en par. No supe darle una explicación lógica, pero ante la luz del amanecer todo mi miedo se había convertido en una leve inseguridad que me empujaba a pensar que alguna explicación razonable debía haber. Al volver a mi habitación, el armario resultó ser del tamaño y color habituales y pude respirar con calma. Recuerdo perfectamente ese momento. La paz que sentí durante un instante. Lo recuerdo bien porque fue mi último instante de felicidad.
Empecé esa mañana a escuchar un levísimo pitido constante. No parecía provenir de ningún lugar concreto ni, en ocasiones, ser real. En ese momento no le di demasiada importancia porque resultó ser el menor de mis problemas. La luz del apartamento se fue varias veces durante el día y el coche no arrancaba. Llegué tarde al trabajo y, además, pasé una jornada horrible. Aun así, antes de que llegara la noche, seguía culpando a la falta de sueño de todos mis problemas.
Sin embargo, cuando regresé a mi casa, vi que todo volvía a estar abierto, ¿o se me había olvidado cerrarlo antes de salir? No estaba segura, pero cerré las puertas y las ventanas e intenté hacerme la cena. La quemé.
A esas horas el pitido ya no parecía tanto ese sonido agudo, sino un rumor como el de la lluvia, constante y lejano, pero lo suficientemente real como para volver a meterme el miedo en el cuerpo. Sin dudarlo, volví a dormir en el sofá, y cerré la puerta para evitar volverme loca pensando en lo que me acecharía desde el pasillo. Antes de volver a tumbarme, la puerta estaba abierta.
Noté perfectamente como se me erizaba el pelo de los brazos y un sudor frío brotaba de mi espalda mientras volvía a cerrar la puerta, despacio, y esta se abría a la misma velocidad.
Me quedé paralizada varios minutos. Eso no tenía sentido. Era una puerta. Estaría rota la bisagra. O algo así. La cerré una tercera vez y, para asegurarme de que no volvía abrirse, coloqué delante una silla, obstruyendo el picaporte. Eso pareció funcionar, al menos durante un rato.
No se cuándo me dormí, pero sí que sé que me desperté con un fuerte estruendo. Volvía a ser de día. La puerta estaba abierta y la silla tirada en el suelo. Esa vez, la luz del día no me resultó en absoluto tranquilizadora, sino que el color metálico del cielo solo me inspiró una fría sensación de desamparo y abandono.
Estaba alerta, en tensión constante. Algo me estaba pasando, pero no tenía nada claro el qué. Cuando me miré al espejo solo vi una imagen desoladora. En una noche parecía haber envejecido varios años, o haber sufrido una enfermedad grave. Mi pelo parecía más seco y mis ojos más hundidos. Debajo de ellos, unas enormes ojeras recorrían casi la totalidad de mi rostro.
A esas alturas el rumor se había mostrado definitivamente como un susurro que se intuía en la distancia, constante, indescifrable. No entendía frases ni palabras, pero no tenía ninguna duda de que eso era una voz, quizás varias. La mayoría de palabras fluían suavemente entre las paredes, provocándome un malestar constante, un nudo en el estómago, como si algo terrible estuviera a punto de pasar.
Me estaba volviendo loca, tenía que ser eso. La falta de sueño me estaba provocando alucinaciones de algún tipo que aún no entendía. Ni quería entenderlo. Solo quería irme de esa casa. Salir corriendo. Pero no lo hice. Tenía que descubrir algo para darle sentido a todo.
Busqué el número de teléfono del hombre que me había vendido la casa. La había conseguido tirada de precio, en pleno centro. ¿Acaso quien me la vendió ya sabía todo esto? ¿Acaso los anteriores inquilinos tuvieron que huir de su hogar tras descubrir que también era la residencia de algún espíritu maligno? Seguramente no. Y aún así necesitaba saber por qué. Sin embargo, nadie me cogió el teléfono por muchas veces que llamé.
Estuve a punto de rendirme. Necesitaba ayuda. Lo más probable era que se me estuviera yendo la cabeza. Pero aún había una última posibilidad. Recordaba algo de ese armario, de cuando llegué a la casa y estuve ordenando los muebles. Era una pequeña placa metálica en la parte trasera con algún tipo de información sobre el fabricante. Esa enorme mole de madera oscura fue el principio de todo, y en ella tenían que estar las respuestas.
Aún con cada rincón de mi cuerpo temblando, conseguí entrar en mi habitación y enfrentarme cara a cara con el armario, que aún se mantenía en su traqueteo impertérrito cada vez que me movía. Me agaché, con cuidado de no tocarlo en ningún momento, y me asomé a su parte posterior para encontrarme con esa placa niquelada que recordaba bien. Sobre ella había una inscripción que, pese a que me costó leerla, indicaba una dirección y un número de teléfono.
No tenía tiempo para estar intentando llamar. Fuera lo que fuera lo que viniera a por mí, avanzaba a pasos agigantados. Y la dirección indicaba que la carpintería se encontraba en la provincia, así que podía permitirme faltar al trabajo e ir.
Por la calle me sentía más segura, aunque no podía deshacerme de la extraña sensación de que alguien me observaba desde la esquina, y en varias ocasiones confundí ese murmullo de fondo, que cada vez era terriblemente más claro, con la voz de alguien que me hablaba por la calle.
Ese día si conseguí arrancar el coche, pero en todo momento sentía que había alguien en el asiento trasero. Cada vez que miraba por el espejo retrovisor esperaba encontrarme con la mirada de algún ser oscuro y demoníaco que me atacaría y me provocaría un accidente, pero lo cierto es que no pasó nada durante el viaje. Lo único que fui capaz de percibir fue ese susurro constante que invadía el coche, colándose por los conductos del aire acondicionado o las rendijas de las ventanillas.
Cuando llegué a mi destino estaba tan tensa que había clavado las uñas en el volante. A esas alturas, los susurros ya eran palabras claras y densas que se deslizaban entre los huecos de las baldosas del pavimento hasta mis pies, trepaban por mis piernas y se colaban por mi nariz y mis orejas, sin dejarme respirar ni oír.  Eran palabras sin sentido, sueltas, mezcladas, como si miles de voces hablaran a la vez sin parar a escucharse ni dejarse hablar.
Estaba mareada, creo que el joven que me atendió en el almacén se dio cuenta. Me preguntó si necesitaba sentarme o tomar agua. Creo. No era capaz de escucharle bien, ni de concentrarme, pero le dije que no. No tenía tiempo para eso. Fui directamente al grano. Le pregunté por el armario, grande y oscuro, con dos puertas. Difíciles de abrir, tenía un seguro extraño por dentro. El joven pareció reconocerlo al instante.
Me explicó que era uno de los últimos muebles que había fabricado su padre antes de morir. Le extrañó que lo hiciera tan grande y tenebroso, como si esperara que diera miedo. Al parecer nadie lo quería, estaba desesperado por venderlo y al final se lo colocó a un matrimonio casi a precio de coste. Ni siquiera ese joven entendía que era lo que esperaba su padre fabricando esa monstruosidad.
Le dije que, por alguna razón, el armario se tambaleaba cada vez que pasaba cerca de él y que estaba dispuesta a pagarle si venía a arreglarlo. Obviamente no le dije la verdad, no quería que me tomase por loca, cosa que seguramente no fuera demasiado falsa. Me dijo que si. Sentí tanta satisfacción que, por un momento, me dió la sensación de que las voces se acallaban.
Ese momento duró hasta que me volví a subir en el coche. Escuchaba las voces cada vez más cerca, más altas y claras. Las notaba en la parte de atrás del coche. Se dirigían claramente a mi, todas a la vez, pisandose unas a las otras, desesperadas. En esa ocasión no me atreví a mirar por el retrovisor. Estaba segura de que si lo hacía sí que encontraría a alguien esta vez.
No quería irme a mi casa. Allí todo parecía ser peor, como si fuera el origen y el núcleo de todo el mal. Al menos fuera no se movían las cosas, ni estaba ese armario. Aún era temprano, pero paré cerca de un bar de la zona y entré. No tengo ni idea de lo que fuera que pasó allí.
Tras atravesar la puerta del bar, no me encontraba sino en mi propio portal. Era de noche y no podía recordar qué había estado haciendo en ese tiempo. Me miré las manos, llenas de magulladuras, al igual que los brazos. Tenía sangre y no tenía ni idea de por qué. La luz amarilla del portal se desdibujaba y daba lugar a manchas sin forma que se apoderaban del entorno y me impedían mirar a mi alrededor. Todo era borroso y confuso. Dudaba incluso de que fuera realmente mi portal. Solo había una cosa capaz de guiarme y anclarme al mundo que me rodeaba: las voces.
Sonaban más altas que nunca. Casi me gritaban, furiosas, cansadas de que no las escuchara. Todas a la vez formaban un ruido terrible que también me aturdía los oídos. Pero podía sentir perfectamente de dónde venían. A dónde me llevaban. Podría decir que caminé, pero apenas me sentí flotar a través de esa nube de luz hasta la puerta de mi casa que, al contrario que el resto del universo, podía ver nítida y claramente.
Todas y cada una de las voces estaban allí dentro. Las escuchaba, sí, pero también las sentía en mi piel y en mi estómago. Como si cada parte de mi cuerpo luchara desesperadamente por escapar de allí lo más lejos posible y no volver nunca., aun sabiendo que no serviría de nada, que lo que fuera que me estuviera pasando me seguiría allá a donde fuera.
Y aún así no podía irme. No tenía a donde ir. Ni siquiera sabía si existía un a donde o si el resto del mundo también sería apenas una mancha intangible a mi alrededor. Así que, aunque apenas podía respirar, el corazón me dolía en el pecho y me temblaban las piernas, saqué mis llaves y abrí la puerta de mi casa. En ese mismo instante, como si alguien hubiera pulsado un interruptor, toda la luz fue engullida por una oscuridad densa y pesada que salía de mi casa, acompañada de todas las voces.
Estaba aterrorizada como nunca en mi vida. Sentía cada paso que daba como si un camión colgara de cada uno de mis pies, mientras con las manos trataba tímidamente de buscar algo en la terrible oscuridad que me rodeaba.
No me hizo falta encontrar nada, la luz de mi casa se encendió sola. Y se volvió a apagar y a encender, sin parar, cada pocos segundos. Los suficientes para percatarme de que mi casa estaba repleta de cuerpos inmóviles que realizaban de forma automática alguna acción inverosímil. Unos encendían y apagaban las luces, otros abrían y cerraban los grifos. Ponían la tele, abrían las puertas y las ventanas. No tenían boca, pero las voces salían de ellos. No tenían orejas pero parecían poder escucharme. Y no tenían ojos, y aún así clavaban en mí la mirada de sus cuencas vacías.
No se movían, no parecían querer hacerme daño. Y aunque seguía sin poder respirar, me armé de valor para caminar entre ellos y enfrentarme, de una vez por todas, a la criatura que me había estado manipulando, trastocando mi existencia. Era la hora de abrir el armario.
Cada uno de los cuerpos caminó tras de mí cuando se percataron de que me dirigía, despacio, hasta mi habitación. Me seguían a mi ritmo, con pasos cortos y lentos. Si yo paraba, ellos paraban, aunque en ningún momento guardaron silencio. Sus voces me seguían, con todo tipo de advertencias, deseos o miedos, completamente ajenos a mí, pero que se clavaban en mis pensamientos, como si hubieran estado ahí toda la vida.
El armario seguía igual de enorme y oscuro que siempre, al igual que su eterna vibración. Nada parecía haber cambiado en él. Pero yo estaba segura de que ese era el principio y el fin de todos mis problemas. No sabía qué era lo que me iba a encontrar, pero tenía claro que lo iba a cambiar todo.
Demasiadas voces. Demasiados estímulos. Las luces encendiéndose y apagándose. Apenas podía sentir nada ya, salvo miedo. Muchísimo miedo. Y aún así, sin pensarlo mucho, abrí el armario de un tirón para no encontrar allí nada en absoluto.
Nada. Ni monstruos, ni fantasmas, ni nada. Solo estaban mis camisetas y vestidos, colgados de perchas. Y nada más. Estaba desesperada. Busqué entre la ropa y los cajones, pero tampoco había nada. No podía ser. No tenía sentido. Sentí que me faltaba el aire. No tenía sentido, joder. Esa tenía que haber sido la solución, la catarsis de todos mis problemas, para bien o para mal. Y ahí no había nada. Empecé a agobiarme. Casi sin ver los cuerpos, corrí al baño a por agua y me la eché en la cara.
La mirada que me devolvió el espejo fue definitiva. Apenas me reconocía yo misma. Estaba demacrada y deshecha. Tenía heridas, los pómulos marcados, estaba pálida, el pelo se me caía en mechones y gran parte de mi cara eran unas enormes ojeras. Hasta mis ojos parecían más oscuros y apagados. No sabía quién era la mujer de ese espejo. Pero no tenía duda de que era yo. Y eso fue demasiado para mí.
Lo siguiente que recuerdo es el timbre de mi casa, despertándome. Estaba en mi cama, no sé cómo había llegado ahí. Me dolía la boca y sentía un dolor intenso en las heridas, pero los cuerpos de mi casa parecían haber desaparecido. Las voces, sin embargo, seguían ahí, con sus respiraciones, sus reflejos…
Me levanté casi de un saltó cuando recordé que quien llamaba seguramente fuera el carpintero, y fue corriendo como a la puerta. Era él, aunque no puso muy buena cara cuando me vio. Supuse que estaría aún más demacrada, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Ni siquiera le ofrecí un café, ni nada, y le llevé directamente a mi habitación, donde le demostré cómo bastaba con caminar cerca del armario para que este empezara a tambalearse.
Había llegado un punto en el que ese mero traqueteo ya me ponía los pelos de punta, pero a ese joven no parecía provocarle otro sentimiento que el de la curiosidad. No parecía escuchar ni sentir nada. No parecía en absoluto incómodo, salvo, quizás, por mi presencia. Y, sin dudarlo, se agachó junto al armario y abrió su caja de herramientas. ¿Cómo podía no notar nada? La oscuridad, el mal, la muerte…
Nada de eso. Aunque yo me puse muy nerviosa cuando reptó bajo el armario, él lo hizo con la naturalidad con la que debía hacerlo todos los días. El armario no paró de trastabillar en ningún momento, pero ni le devoró, ni le aplastó. Solo esperó con terrible paciencia hasta que el hombre salió, aún más extrañado que antes.
Por un momento tuve esperanza. Con ese gesto tenía que haber descubierto algo extraño e inusual. Como una semilla infernal enquistada en la madera o una criatura de oscuridad oculta en su sombra. Pero no era nada de eso. Y para mí fue mucho peor.
Con una ridícula tranquilidad me explicó que había encontrado un extraño mecanismo en una de las patas del armario. Se trataba de un artefacto electrónico con un sensor que detectaba las vibraciones del ambiente y las replicaba, haciendo vibrar el armario.
Supongo que, ante mi expresión de incredulidad, ese chico se vio en la obligación de explicarse mejor. Me dijo muchas cosas, pero yo no entendía nada. Algo sobre que su padre había perdido la cabeza antes de morir, que escuchaba voces, como las que me estaban impidiendo atenderle. De pronto las escuchaba mucho más alto, como si tratasen de impedir que escuchara lo que decía el carpintero.
Creo que se ofreció a arreglarlo, o algo así. No lo se. Notaba mi pulso acelerarse y un calor intenso se apoderaba de mí. ¿Qué era lo que estaba intentado decir? ¿Que me estaba volviendo tan loca como su padre? ¿Que todo lo que me sucedía se debía aun ridículo mecanismo escondido bajo la pata de un puto armario? Ni de coña.
En ese momento sentía que cada palabra que pronunciaba ese chico, al que apenas podía entender, me enfurecía más y más. Ese armario estaba maldito. No tenía ninguna duda. ¿Por qué él no lo veía?
Caminaba de un lado a otro, nerviosa. Creo que estaba asustando a ese chico, que trató de irse. Se lo impedí. Le ordené que lo arreglara. Quizás demasiado alto. En ese momento le odiaba con todo mi ser. Quería hacerle daño. Aunque ni siquiera sabía si esos sentimientos eran realmente míos, o de esas voces que se colaban con violencia en mis oídos, sin dejarme escuchar nada; pero también en mis ojos, en mis ojos, en mi boca, en mi cerebro.
No sé qué pasó después. Estaba mareada. Me caí al suelo y, al igual que en la noche anterior, el espacio pareció deformarse en mi camino.  Estaba recostada sobre la puerta, exhausta y aún más dolorida. Apenas me podía mover. Un rastro de sangre recorría toda la casa hasta llegar a mí. Unos metros a mi derecha, un cuchillo. ¿Todo esto me lo había hecho yo misma? Un  jadeo procedente de la habitación me hizo cambiar de opinión.
No pude saber si se trataba de las voces hasta que conseguí llegar arrastrándome a la habitación. La verdad era mucho peor. Allí, en el suelo, yacía el apenas reconocible cuerpo del carpintero. Estaba deformado y lleno de cortes. Completamente cubierto de sangre. Podía escuchar una chirriante respiración acompañando sus movimientos agónicos. Y a su alrededor, decenas de cuerpos inmóviles que ignoraban impasibles la escena. Todos menos uno, el de un anciano enjuto que observaba de cerca el cuerpo de ese chico. No se movió ni un milímetro a mi llegada.
Casi me da un vuelco al corazón cuando la mano de ese chico me sujetó el hombro y clavó sus ojos, sumergidos en sangre, en los mios. Ni siquiera parecía entender lo que estaba sucediendo. Ni siquiera yo lo entendía. No sabía cuándo había empezado a llorar pero fui consciente en ese momento. Yo había hecho eso. O alguien me había hecho hacerlo. Destrozar a un hombre joven, quizás con familia. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinticuatro? Ya no importaba. Apenas era un trozo de carne que esperaba la muerte sumido en una terrible agonía.
Estaba claro que no era un accidente que siguiera vivo. Fuera lo que fuera, la criatura que había hecho esto quería que yo terminara el trabajo. Consciente, sin artimañas. Quería hacerme matar. Quería que lo sintiera. Y no podía negarme.
Pensé en llamar a la policía. Pero no quería terminar en la cárcel. Y el futuro de ese carpintero no iba a cambiar. Yo le había puesto en esa circunstancia y yo debía acabar con ella. Me lo estaba pidiendo con esa mirada. Era una última súplica de auxilio. Y tampoco podía negársela a él.
Caminé de nuevo hasta el salón. No dejé de llorar ni un instante. Y aún así me sorprendí a mi misma por la sangre fría que estaba siendo capaz de demostrar. Cogí el cuchillo y volví como pude hasta la habitación. Me arrodillé frente al cuerpo del chico, sin saber lo que iba a hacer. Incluso esperé algunos segundos, por si acaso dejaba de respirar por él mismo. No quería hacerlo. Tenía miedo. Me temblaba el pulso. Y aún así, cerrando los ojos, bajé el cuchillo y se lo clavé en la nuca al carpintero. Inmediatamente después me tiré al suelo a vomitar.
Noté a mi lado como aquel chico aún tardaba algunos segundos en terminar de agonizar, pero ya me daba igual. Solo vomitaba y lloraba. Estaba destrozada. Mi vida se había acabado para siempre. No podía terminar con esto. No sabía en qué me había convertido. Y todo era culpa de ese armario.
Sin dejar de llorar, me levanté, furiosa, y le clavé el cuchillo varias veces a la madera, que ni siquiera se inmutó. Ni siquiera ese temblor. Ese infinito traqueteo que me había atormentado sin descanso los últimos días. Ni siquiera eso me iba a dar, la esperanza de que, después de todo, realmente una criatura mística estuviera moviendo los hilos de mi vida. Necesitaba que temblara, solo una vez más, para confirmarme que no se trataba de ningún absurdo mecanismo lo que había cambiado mi vida hasta lo más profundo de mi ser. Para confirmarme que yo no era una asesina.

No pasó nada en absoluto. Pese a mis gritos y mis golpes, ese enorme armario negro no se movió ni siquiera durante un instante. Y sin embargo, ahí seguía las voces, todas ellas hablándome a la vez. Estaba cabreada. Tiré el armario al suelo de un empujón y lo golpeé hasta desmontar sus paredes. Sentí como se me rompían los nudillos golpeando la madera, pero me daba igual. Quería destrozarlo, acabar con él. Aún sabiendo que nada de lo que me sucedía tenía que ver realmente con él.
Y entonces lo vi. Había un cuerpo más en la habitación. No tenía rostro como los demás, pero podía reconocerlo perfectamente. Era el joven carpintero. Ahí de pie, mirándome, impasible. Acababa de matarle. Su cadáver seguía en el suelo. Pero su cuerpo estaba allí, de pie, mirándome, como todos los demás. ¿Acaso era eso lo que pasaba? Algo se estaba apoderando de mí para engrosar su harén de cuerpos y voces exánimes con algún fin que no soy capaz de comprender. Pero no se lo iba a permitir. No. Ni una vez más. Cogí otra vez el cuchillo y me fui al baño. Iba a ser duro, pero mucho menos que lo que ya había hecho. A cada paso que daba, las voces volvían a sonar más altas y los cuerpos me seguían.
No dudé y me apoyé el cuchillo en el cuello. No iba a pensar en la posibilidad de sobrevivir, ni se me pasaba por la cabeza la ide de que mi vida iba a ser esa, prefería morir. Pero las voces gritaban cada vez más. Otra vez empezó a pasar. Los cuerpos me tocaban y atravesaban mi piel. No tenía tiempo. Tenía que hacerlo antes de perder el control. No lo logré.
Un instante después sentí un golpe fuertísimo. Me desperté sin respiración, tendida en la carretera. Alguien me había atropellado. Una mujer, algo más mayor que yo. Estaba blanca, casi descompuesta. Le faltaba un ojo. Y aún así la reconocí al instante. Era la mujer que me vendió la casa. Ella también pareció reconocerme a mí. Y, sin dudarlo ni un momento, me subió a su coche.
No paraba de pedirme perdón. Demasiadas veces. Muchas más de las que esperaría de alguien que solo me hubiera atropellado, ¿por qué cojones no estaba llamando a una ambulancia? ¿A dónde me llevaba?. Quizás fui algo ruda cuando le pedí que me contara lo que pasaba, pero necesitaba respuestas. Cuanto antes.
Aún tardó un rato en dejar de disculparse. Estaba asustada. Pero no tanto como yo. Creo que eso fue lo que le hizo empezar a hablar. Y lo primero que me preguntó fue que si había notado algo raro con el armario. Tuve ganas de golpearla, pero solo me eché a llorar otra vez. Entendió eso como un sí. Me preguntó que si había escuchado voces o había visto cosas. Claro que sí. Me preguntó si había perdido la memoria o si tenía lagunas. Y me preguntó si había matado a alguien.
Le pedí por favor que dejara de hacerme preguntas y que me dijera qué coño estaba pasando. Tras unos segundos de duda, empezó a hablar. Y habló justo de lo que necesitaba oír. Me habló de un demonio, llamado Labasú. Me explicó que un medium le había hablado de él. Era un ladrón de almas, un coleccionista sin demasiado poder que se valía de los humanos para incrementar su colección. Aún no se por qué, pero me creí esa historia.
Era un demonio débil que se basaba en el engaño para apoderarse del cuerpo de los humanos. Solo necesitaba una cosa: duda. Bastava con un momento de duda, con que alguien creyese durante un instante en su existencia para apoderarse de su vida. Y solo había una forma de librarse de él.
Me explicó que ese demonio debió llegar de alguna manera a poseer a un anciano carpintero que, en busca de recuperar su vida, fabricó un enorme armario de manera oscura y lo vendió a precio de ganga. Una apuesta arriesgada que no aseguraba nada, pero él no sabía hacer otra cosa. Y aún así logró su objetivo. Hubo una persona, durante un instante, se asustó del recurrente temblor del armario y eso bastó para que la poseyera.  Y cuando Labasú se apoderó de esa persona, el anciano por fin pudo tener paz. Tardé unos segundos en darme cuenta de que esa persona no era yo, sino ella. Y tardé algunos más en entender lo que significaba todo lo que esa mujer me estaba contando.
Cuando aparcó el coche y salimos, me explicó que había empezado como yo. Voces, susurros, cuerpos. Hasta había perdido un ojo en una de esas lagunas. Por suerte ella vivía con su marido, que tardó un tiempo en creerla. Aunque realmente nunca hizo falta. Bastó con que dudara una vez y ella se libró de la maldición. Inmediatamente después trataron de vender la casa. Empecé a encontrarme mal.
Las voces me habían dado una tregua, pero según subíamos unas escaleras, volví a sentirlas cerca, adueñándose de mis pensamientos, pero dejándome escuchar.
Al parecer habían tardado en vender la casa más tiempo del que deberían. Cuando entré en la casa entendí por qué. Allí estaba ese hombre, me acordaba bien de él. Estaba sentado en una silla de ruedas, con la mirada perdida. Se había resistido demasiado al demonio. Y aún así se levantaba de la silla cuando las voces le poseían. Por suerte, llegué yo.
Por suerte. Esa mujer usó exactamente esas palabras. ¿Por suerte para quién? ¿Para mí? ¿Para el carpintero? No, desde luego que no. ¿Para ellos, quizás? Tampoco estoy tan segura. Si fuera así no me hubiera llevado a su casa. No hubiera permitido estar encerrados con la mujer a la que habían jodido la vida. No, más bien creo que esa mujer había decidido contármelo todo como algún tipo de penitencia, como un castigo a sí misma y a su marido. Un castigo que merecían. Y les dí.
No he perdido la memoria esta vez. Creo que las voces pueden haberse apoderado de mí por completo. Durante un rato al menos, el suficiente para matarles. Ahora ya no estoy enfadada pero tampoco arrepentida.
Supongo, llegados a este punto, que ya entenderás por qué escribo esta carta. He cogido el ordenador de esta casa porque no tengo tiempo que perder. Subiré este texto a Internet y espero que te llegue antes de que sea tarde para mi. Sabrás si lo ha sido, supongo. Si cuando empieces a ver los cuerpos, te topas con el de una mujer alta, con el pelo corto; sabrás que ha sido demasiado tarde. Es probable que eso es lo que pase, pero aún así tengo que intentar, y lo siento.
Lo siento mucho, muchísimo. Siento todo esto, todo lo que te va a pasar ahora. Será rápido y terrible, pero no tengo otra opción. Se que no es compensación suficiente, pero espero haberte dado las herramientas suficientes para librarte de él.
Se que esto que cuento es una historia increíble y sin sentido. Se que seguramente sea un entretenimiento más, una historia de terror más en internet,  de la que te olvides en poco tiempo. No tienes por qué creerla, ni siquiera tienes por qué creer que yo sea más que un personaje. Solo necesito que dudes. Un solo instante de duda. Por favor.