martes, 2 de abril de 2019

Vida y tragedia de la señorita Fang

Palabra: sombrero

Estaba deseando escribir este relato. Desde que mi amiga Nicté (@sad_knees) me propuso la palabra sombrero, sabía más o menos lo que quería escribir, y lo cierto es que, aunque al final no estoy tan contento con el resultado de la historia, le he cogido muchísimo cariño a la señorita Fang, y no descarto reutilizarla o reimaginarla en alguna ocasión. Se lo dedico a Nicté, por supuesto, y le doy todas las gracias por la palabra.

La señorita Fang era bien reconocida en todo Londres por su inmensa colección de sombreros y gorros. Tenía chisteras, pamelas, fedoras, porkpies, canotiers, bombines y una infinidad más, de todos los tamaños, tejidos y colores. Y es que la señorita Fang era muy meticulosa con el uso de sus sombreros. Tenía uno para cada circunstancia, un clôche azulado y con la cinta amarilla para ir a la oficina, un bombín blanco para las cenas elegantes, una chistera negra y alta para ir al teatro, o una simple boina para ir a jugar a críquet. Usaba uno para cada circunstancia y no había dos circunstancias que requiriesen el mismo sombrero. Aquellos sombreros no solo eran los más adecuados para cada situación, sino que le indicaban cómo actuar en cada momento.


Sabía que cada persona debía tener sus formas de gestionar su personalidad y que la suya no era la más habitual, pero no en pocas ocasiones veía a otros aficionados a los sombreros por la calle, que le hacían suponer que ella no debía ser la única. Los sombreros le hacían sentir que todo era ordenado y predecible y eso la hacía sentir tranquila.

Sin embargo, un aciago día de primavera, la señorita Fang se dirigía al mercado cuando una nefasta ráfaga de viento le arrancó de la cabeza su queridísimo canotier amarillo y azul. Al principio pudo responder rápidamente, tratando de recuperarlo corriendo tras él. Pero el sombrero se perdió, poco a poco, en el cielo encapotado de la ciudad; y en cuanto la joven mujer asumió que le iba ser imposible alcanzarlo, se quedó completamente paralizada. Fue como si su cuerpo se apagase y todos sus pensamientos desapareciesen. No pudo recordar cuánto tiempo estuvo quieta en la calle hasta que sus pies empezaron a caminar por ella de camino a su casa.

A duras penas y arrastrando los zapatos, sus pies la llevaron hasta su casa. En cuanto sus manos cerraron la puerta, su cuerpo se dejó caer al suelo, casi inerte. Despacio, temblando, se deslizó poco a poco hasta su armario, donde su hombro le profirió un golpe a una de sus torres de cajas, que dejó caer varios sombreros. Entre ellos, escogió el que estaba más cerca, una pamela de color salmón que solía usar para las bodas de primavera. En cuanto sus manos la colocaron en su cabeza, una onda expansiva de bienestar recorrió el resto de su cuerpo y la señorita Fang pudo volver a pensar. Al bienestar le siguió una sensación de desgana emotiva, pero con ganas de probar un buen banquete.

Pasados unos minutos, y habiendo sustituido el sombrero por el gorro de lana que usaba para estar en su casa, la mujer pudo volver a controlarse. Pero no sabía qué hacer. Había perdido su sombrero de hacer la compra y lo necesitaba para ir al mercado. En un primer momento decidió que no iría a comprar. Durante varios días, fue pidiendo como favor a sus vecinos que le trajesen los elementos más urgentes para su supervivencia, pero el desabastecimiento no tardó en convertirse en un problema imperante.

Tenía que ir a comprar, necesitaba hacerlo. No solo por el hecho de ir, sino por su propia independencia y autogestión. Le había costado mucho convencer a sus padres de que podía vivir sola, y quería demostrarles que, efectivamente, podía. Así que se puso su sombrero de pensar, un porkpie blanco con rayas rosas, y no tardó en desarrollar varias ideas.

En cierto modo, la compra era un negocio, por supuesto, así que debía servirle su clôche habitual de trabajar. Sin embargo, al intentar poner en práctica este plan, terminó poniéndose demasiado agresiva con el cajero cuando se negó a reducirle el precio de las fresas. Otro intercambio que llevaba a cabo en su vida diaria sucedía cuando estaba de fiesta, al adquirir algún cocktail que combinara con su fedora azul. Tampoco funcionó, no pudo decidirse por ninguna caja de cereales y se puso excesivamente cariñosa con un hombre que llevaba una gorra sucia, complemento que en cualquier otra circunstancia la hubiera asqueado. Por supuesto, su plan de ponerse su trilby burdeos de los paseos tampoco funcionó, cuando tuvo que huir del guardia de seguridad tras llevarse un kilo de chucherías sin pagar.

Volvió a su casa sin aliento y, sobre todo, desesperada. Todo el mundo parecía poder adaptarse a cualquier situación sin la necesidad de un ridículo complemento, todos excepto ese pobre hombre de la gorra… ¡no! La señorita Fang se quitó su sombrero de ensoñar rapidamente, aterrada por la escena que acababa de imaginar. Parecía que tendría que empezar a pedir la comida por internet. Por suerte, tenía un panamá para ello. Sin embargo, lo peor estaba por llegar.

De alguna manera, al usar los sombreros en una tarea equivocada, parecían haberse “contagiado” del mercado, y, en consecuencia, dejado de cumplir adecuadamente con las tareas para las que estaban hechas. La señorita Fang, de un día para otro, se encontró con que no rendía bien en su trabajo, se perdía en sus paseos y ya no era el alma de la fiesta. Empezó a sentirse nerviosa, como hacía años que no lo hacía. Estaba a punto de ser despedida de su trabajo y su círculo de amigos se estaba separando de ella, y ni siquiera podía relajarse dando un paseo.

Pero sobre todo se sentía mal por no ser capaz de funcionar bien. Quería tener una personalidad completa, como la mayoría de las personas, que no dependiera de una inmensa colección de objetos, y solo se le ocurrió una cosa. Sacó todos los sombreros de sus cajas, los tiró por el suelo, los rompió y los descosió, solo para volver a tejer un único sombrero con retales de todos los demás. Un sombrero terrible y monstruoso, sin sentido y lleno de costuras. La señorita Fang estaba francamente asustada cuando por fin lo terminó, había creado un monstruo terrible e indiscutiblemente unificado, con la esperanza de que es fusión unificara, de una vez por todas su personalidad.

Y lo cierto es que lo consiguió. En cuanto aquel sombrero se posó sobre la cabeza de la joven mujer, una personalidad completa y absoluta inundó todo su cuerpo. Pero desde luego, no era ninguna parte de su personalidad. Era una mente rota y cosida, incontrolable. Tenía hambre y estaba saciada a la vez, estaba terriblemente asustada y solo quería salir a la calle y gritar. Caminaba con los dos pies a la vez. Con sus manos sujetaba y lanzaba cualquier objeto que se encontraba, y gritaba. Gritaba de dolor y abandono y tristeza y furia. Quería quitarse el sombrero con todas sus fuerzas, pero en realidad todas sus fuerzas se estaban dirigiendo a arrancar la puerta de su casa de un tirón.

La bestia en la que se había convertido la señorita Fang bajó las escaleras de su edificio casi a cuatro y se adentró en la oscuridad de la noche londinense. Se había rasgado sus ropas y quitado los zapatos. Básicamente gruñía y ladraba mientras corría, huyendo de todo ese dolor que le provocaba estar, por una vez, completa. Y quiso el destino, tan consentido él, que ese monstruo solo se topara con una persona en la calle, y que esa persona no fuera otra que el hombre de la gorra sucia. Aquella gorra, que le había servido para ir a la compra y también para pasear por la noche. Aquella gorra, ¿sería el sombrero que la señorita Fang había estado tanto tiempo buscando?

Lo cierto es que no pensó mucho en ello. Había un pitido constante en su cabeza que apenas la dejaba pensar ni darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Pero de alguna manera, como fruto de algún mecanismo automático, le bastó a la joven mujer con desear la gorra, para que la bestia que la rodeaba se lanzara como un animal salvaje a por ella. El pitido no le permitió centrar su atención en que la bestia asfixió a aquel hombre con sus propias manos, pero sí que pudo ver que claramente tenía esa gorra sucia entre las manos. Podía ponérsela, creía saber cómo ordenar a la bestia que lo hiciera, pero en vez de hacerlo, volvió a dejarla en el suelo. Porque por una vez, aunque fuera con ira, dolor y odio, la señorita Fang era el producto de lo que ella misma había hecho. Y prefería ser un monstruo completo que una serie de retazos inconexos de las mentes de otras personas.

Desde aquel día nadie volvió a ver a la señorita Fang, y su desaparición sería un caso que nunca se cerraría. Sin embargo, apenas llenaría unos segundos de algún telediario frente al avistamiento de una terrible bestia en las calles de Londres.

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