miércoles, 27 de marzo de 2019

La muerte de Felicity Withner

Palabra: pólvora

Fue @Mecha_2ri el que me propuso la palabra pólvora, y la verdad es que este es el primer relato con el que no estoy muy contento. Aún así, se lo agradezco un montón y se lo dedico, por supuesto

Las anaranjadas luces del día se derretían lentamente tras las colinas dando lugar a una noche profunda y terrible. Los pocos rayos de sol que aún lograban escapar de su aciago final se deslizaban como serpientes entre la arena del desierto, atravesando algunos arbustos hasta llegar a las viejas vías de un ferrocarril, que se encontraban en un estado francamente terrible.

Junto a las vías había un camino paralelo formado por las herraduras de un caballo que había viajado muchas millas para llegar hasta allí. Sobre ese caballo cabalgaba un hombre de gran hechura y un largo sombrero en su cabeza. Masticaba pensativo una brizna de hierba que había encontrado mientras su caballo caminaba despacio hasta el punto en el que había quedado para hacer la transacción.

Normalmente este sería un intercambio normal y corriente. Él necesitaba pólvora, su vendedor, reses; pero desde luego que Felicity Withner no era un hombre normal y corriente. Si hubiera otra posibilidad, a Joan Blur jamás se le habría pactar como un hombre como él. Pero era la única persona con el dinero suficiente en el país como para suministrarle la cantidad de pólvora que necesitaba. Pero la leyenda que le rodeaba le mostraba como un individuo completamente inestable.

Las historias que se contaban de Felicity le mostraban como un bromista a niveles de divinidad nórdica. Se decía que había hecho llenar una taberna de caballos con ropajes y vestidos solo para hacer creer a un alguacil que se había vuelto loco. Se contaba de él que había hecho tapar con una sábana todo un pueblo para que creyesen que nunca más iba a amanecer. Joan sabía que se la iba a jugar pero quería estar preparado.

Cabalgó junto a las vías hasta una montaña y atravesó una estrecha cueva artificial que había creado con explosivos hacía años para guardar el extraperlo y el contrabando. Allí había ordenado a sus hombres que llevaran las reses para el pago y allí estaban, encerradas en un cercado de madera. Por precaución, también había ordenado que esos hombres se quedaran por allí protegiendo la mercancía. No estaba nada seguro de lo que iba a pasar. Y su miedo no era infundado.

Un terrible estruendo anunció la llegada de su vendedor. Toda la cueva retumbó y no solo por el sonido del tren que Felicity había hecho fletar. De alguna manera, había conseguido que al menos un centenar de ancianos violinistas tocaran unas notas terribles mientras atados a la parte superior del tren. Y en lo más alto de la locomotora, llegaba él. Brillante, inconfundible.

Felicity era un hombre anciano. Había vivido una larga y próspera vida de engaños y artimañas de la que había salido ileso gracias a la ingente cantidad de dinero que había heredado de su padre. Como de costumbre, portaba un enorme sombrero rojo y una chaqueta a la que había hecho bordar varias piezas de oro. Quizás fue el peso de ambos el que hizo que acabara desarrollando una marcada chepa, en la que la gente apenas se percataba al estar fijándose en su cano e ingrávido bigote.

El tren frenó de la forma más aparatosa posible demasiado cerca de la cueva, en cuyo interior las reses empezaron a inquietarse. Felicity lanzó un tiro con su revólver al cielo y bajó torpemente por las escaleras. Tres hombres y un mono dispusieron ante él una alfombra y, con un paso poco solemne, caminó hasta estar frente a Joan. Después, dos de los tres hombres le trajeron un taburete para que ambos hombres estuvieran a la misma altura.

— ¿De verdad era necesaria tanta parafernalia Felicity? Estoy intentando que esto sea discreto.
— La discreción no significa nada cuando alcanzas cierta cantidad de dinero. Y por la cantidad de pólvora que te traigo confío en que pronto habrás adquirido esa cantidad. Espero que entonces me entiendas.
— Sí, lo que tú digas. ¿Podemos hacer ya el intercambio?
— Por supuesto, ¡por supuesto! ¿Pero qué te parece si dedicamos unos momentos a comprobar que nuestras mercancías son las adecuadas?
— Claro, está bien.

Felicity se dirigió junto a sus tres hombres, y su mono, al interior de la cueva. Joan hizo lo propio hacia el tren. Indicó a sus hombres que se acercaran primero y abrieran las compuertas. Felicity parecía tranquilo, pero seguía sin fiarse de él. Temía que en el interior de ese vagón hubiera unos explosivos a punto de estallar o un enorme puño de madera que le diera un puñetazo. No pasó ninguna de esas cosas. Y aún así sus hombres se quedaron paralizados ante lo que estaban viendo, incapaces de explicarle nada a su jefe. Joan tuvo que armarse de valor y acercarse él mismo al vagón para descubrir que estaba completamente cargado sí, pero no de pólvora, sino de polvorones.

Un disparo en la distancia le extrajo de su estado de estupor, teniendo solo unos segundos para ver cómo cientos de reses salían corriendo asustadas de la cueva, en estampida. Y solo en una de ellas, Felicity, sus tres hombres y su mono.

— ¿Polvorones, Felicity? ¿Qué sentido tiene esta broma? — gritó Joan, que se había subido a lo alto del tren.
— ¿Polvorones? ¡Sí! En los tres primeros vagones— desde su res, Felicity logró sujetarse a la escalera de la locomotora y ascender a la altura de Joan, mientras una riada de animales rodeaban por completo el tren— . ¡Por favor, revisa los demás! He estado meses recogiendo polvo de las estanterías para llenar otros tres, ¡y eso es solo el principio! Te va a encan…

Un ruido seco interrumpió las últimas palabras de Felicity Withner, que cayó a plomo bajo los cascos de las reses. Nadie se la jugaba a Joan Blur, por mucho dinero que tuviera. Nadie.

Tras la estampida, Joan pudo bajar del tren y dedicarse a revisar todos los vagones del tren. De tres en tres, se encontró con vagones llenos de polución, ladrillos para construir un polvorín, e incluso algunos llenos de gente desnuda a la que Felicity había obligado a tener sexo por su último chiste. Y tras todas las bromas, llegó la pólvora. La suficiente, incluso más. Felicity nunca le había llegado a engañar. Y técnicamente las reses ya eran suyas para liberarlas si quería. Por un instante, Joan se sintió mal por su impulsividad, pero al siguiente se dio cuenta de algo. Y simplemente sonrió.

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