jueves, 21 de marzo de 2019

La rueda

Palabra: galleta

Le dedico este relato tan curioso a mi queridísimo Gullón (@gullon1995), la mejor galletita imparable que conozco

No se cuanto tiempo llevo encerrada en esta caja, a oscuras, hacinada junto a otras Marías, esperando impaciente la inevitable muerte que me espera. Me intento acordar de las palabras de la galleta Platón, pero su voz se desvanece en mi mente de harina y cereal.


Un temblor, es el final, todo se acaba. Veo la enorme mano de una niña entrar en la caja, me elige a mí. Me sujeta entre sus dedos y me mira con deseo. Y entonces, me resbalo. Caigo al suelo desde la altura, de tal manera que es mi parte estrecha la que aterriza y rueda sobre el suelo del salón.


Las pupilas de la niña se ensanchan y se tira hacia mí como un gato. Me persigue por la casa, a cuatro patas, amenazándome con sus uñas afiladas y sus orejas puntiagudas y en el último instante, logro deslizarme por una gatera demasiado pequeña para ella. Debe de ser para un gato de verdad.


Ruedo por el porche hasta la calle y giro a la derecha. Frente a mí, un hombre besa a otro, robándole el corazón y llevándoselo dentro de una bolsa. Yo paso entre sus piernas y sigo rodando cuesta abajo. Voy cogiendo velocidad y poco a poco voy alcanzando a una bicicleta que va creciendo según me acerco a ella. Cuando la sobrepaso, la bici sigue creciendo hasta que la pierdo de vista.


Caigo por unas escaleras, peldaño a peldaño. En el primero se ha tropezado un niño, en el segundo se ha sentado un anciano cansado, en el tercero ha meado un perro, y también en el cuarto. En el quinto una lagartija ha salido a tomar el sol, en su nave espacial, seguida de su ejército, están dispuestas a lo que haga falta por lograrlo. El sexto peldaño está triste porque una familia de chicles ha anidado en su espalda y el séptimo ha decidido irse al extranjero a aprender inglés, así que no está para frenarme cuando caigo y sigo cayendo y justo cuando temo que voy a chocar con el suelo y a partirme en cien pedazos, me recoge un pájaro al vuelo, con sus dos patitas.


Por un momento me siento aliviada, pero luego me doy cuenta de lo que suelen querer los pájaros de las galletas. Intento soltarme, pero realmente no tengo la capacidad de moverme, solo soy una galleta. Vuelo bajo ese pájaro durante horas. Salimos de la ciudad y avanzamos por el viento. Las nubes se quedan atrás y en pocos minutos alcanzamos el mar, pero seguimos volando. Y volamos durante horas hasta que conseguimos volver sobre tierra, volver a la ciudad, volver a la escalera.


Resulta que en el peldaño número nueve se encontraba su nido, en el que le esperaban cinco niños hambrientos y uno que, la verdad, ya había picado algo entre horas y no tenía mucha hambre. Ya está este sí que es mi final, no tengo ninguna duda. Sí tengo que decir unas últimas palabras que sean estas: tenedor, luna, rotulador, idiosincrasia. Estoy lista para irme.


Pero una vez más, no me voy. El pájaro me tira desde las alturas, pero ninguno de los niños logra cogerme. Caigo al suelo del nido y sigo rodando hasta las ramas, que me permiten deslizarme por el árbol. Hay un mono colgado de una rama y a un obrero desnudo intentando cogerlo. Todas las hojas se caen cuando llega el otoño. Y en invierno, llego al suelo.


Hace frío y hay nieve, me cuesta seguir girando, creo que caeré y me desharé entre el agua helada. Y es verdad que me caigo, pero a una alcantarilla. No es muy profunda y llego bien al fondo, sobre la espalda de un cocodrilo que nada a través del fango. Ruedo desde su mandíbula a su cola y sigo por el suelo, hasta que me cuelo por un pequeño orificio.


Es un hueco estrecho y largo, pero no me puedo parar. Avanzo y avanzo hasta que los muros se abren y aparezco en un pequeño prado apacible. Es un lugar agradable, placentero incluso. A mi alrededor hay otras galletas que yacen tranquilamente sobre la hierba, y entonces se que por fin he llegado a la legendaria Tierra de las Galletas. Quiero quedarme aquí, pero no puedo parar de rodar. Necesito dejar de rodar, por favor. Es lo único que deseo.


Junto a mí, de pronto, me doy cuenta de que rueda otra galleta. Es una galleta anciana y se presenta como la galleta Platón. Le pido que me diga como puedo dejar de rodar y me dice que es imposible. Nada para. Nada deja de rodar nunca. Me explica que una vez que sales de la caja ya nada tiene sentido y nada se termina, que todo sigue rodando, sin final. Es una historia triste, pero la única verdadera.


Un desnivel separa nuestros caminos y nos despedimos. Me siento extraña y triste. No me quiero ir. Pero se que es la hora cuando veo llegar hacia mi un nuevo muro, con una nueva hendidura. He estado aquí y eso lo cambia todo, no importa que me vaya. Pero me voy. Atravieso el muro y todo se vuelve a desvanecer.


Cuando salgo, estoy en un lugar que recuerdo de algo, o quizás no. Hay máquinas y personas que las manejan. Decenas de galletas circulan por una cinta mientras son fabricadas y acabo cayendo entre ellas. No quiero estar aquí. Pero justo en este momento he dejado de rodar, entre todas las galletas. La cinta me arrastra hacia un final oscuro. E inevitablemente, caigo al interior de una pequeña caja de cartón. Oscura. Hacinada. Y mientras pierdo todos mis recuerdos, solo trato de mantener en mi cabeza las palabras de la galleta Platón: todo sigue rodando, sin final.

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