jueves, 28 de marzo de 2019

El mito de Armadillo

Palabra: armadillo

Esta historia se la dedico a @MiguelWrites, con mucha ilusión por ser el primero en proponerme un animalito bonito como palabra.

Mi queridísima abuela, que en paz descanse, provenía de un país diminuto en el centro de América Latina. Era una mujer educada en las tradiciones y la mitología de su tierra y, cuando era pequeño, solía contarme un cuento que me dejó una huella especial, por el tema que trata y por hablar de simpático animalillo al que siempre he tenido cariño. No se si podré contarla tan bien como mi abuela, pero voy a intentarlo.

Tungsteno y Wolframio

Palabra: Tungsteno

Este relato se lo dedico a @videoborjius por darme esta palabra que pensaba que se me iba a atragantar, pero que al final me ha servido para escribir una bizarrada cuqui que ni tan mal

No había nadie más temido es toda la ciudad de Nueva Gópolis. El doctor Tungsteno era un genio científico que había decidido entregar por completo su increíble don a fines perversos. No tenía complejas motivaciones ni un pasado traumático, pero sus únicos intereses eran el mal y la dominación de los débiles. Por suerte para los ciudadanos de Nueva Gópolis, la ciudad estaba protegida. Una infinidad de superhéroes, siempre dispuestos a enfrentar los malvados planes de Tungsteno.

Ya está bien

Palabra: alambre

Esto no es exactamente un relato, sino una conversación que no me viene mal como ejercicio. Se la dedico a @assasinsxii porque me dio la palabra y me inspiró un momento interesante.

PADRE: Hijo mío, ven aquí un momento.

HIJO: ¿Qué pasa, papá?

PADRE: ¿Qué es esto?

HIJO: ¿Qué?

PADRE: ¿Que qué coño es esto?

HIJO: Eh, pues no s…

PADRE: Me cago en Dios, no me lo digas que ya lo se

HIJO: Pero pa…

PADRE: No, hijo, no. Ahora me vas a escuchar tú a mí. ¿Cuántos son ya? ¿Cuántos? Quince. Quince años llevo criándote. En esta casa, ¡mí casa!, entre estas paredes. Te he dormido, te he cambiado los pañales… Los putos pañales hijo, que nadie dice nada pero eso es totalmente asqueroso. Y darte de comer también. Eso también lo he hecho y también es repulsivo, que siempre acababas vomitando la puta papilla.

Y cuando fuiste creciendo, ¿qué? Yo te voy a hablar de cuando fuiste creciendo. La de heridas que te he curado, ¡y aquella vez que sacaste un cero y tuve que ir a hablar con tu profesora! Sabes que los putos colegios me dan ansiedad, hijo

HIJO: Tenía ocho años, papá

PADRE: ¡Tiníi ichi iñis pipí! Pues bien mayor que eras para soltar tacos como un camionero con ocho años. Pero qué lengua tenías, madre del amor hermoso, que tenía que habértela cortado antes de que cumplieras diez, hostia puta.

HIJO: Ya vas a sacar otra vez lo de la policía

PADRE: ¿Que si voy a sacar lo de…? Pues claro que voy a sacar lo de la policía, coño. Que me llamaron de una excursión, ¡una excursión que había pagado! Y me llaman y me dicen que tengo que ir a recoger a mi hijo, que se ha puesto a insultar a unos policías por la calle. Al despacho del director tuve que ir, hijo, ¡al despacho del putísimo director! Que llevaba yo sin pisar un despacho de director desde… ¡desde los diez años!

HIJO: ¡Pero papá, venga ya! Si ya no digo tacos, he mejorado mazo en eso.

PADRE: Ya se que no dices tacos, joder, pero me da igual, porque la murga de años que me diste con esa boquita no es ni medio normal.

HIJO: Y qu…

PADRE: Que te esperes, que aún no he acabado. Porque claro, dejas los tacos y empiezas con las novias, ¡y que pronto  empiezas con las novias! A los doce años tenías la primera y una semana te duró.

HIJO: Pero que tenía doce años, ¿qué quieres?

PADRE: ¡Ya sé que tenías doce años,si te lo acabo de decir! Pero luego cumpliste más, y después de esa chica llegó otra, eh, Claudia, sí. Y luego Teresa. ¡Y esas eran las que me caían bien! Porque las siguientes, hijo, que tontas eran las siguientes, que eran tontísimas y aún así yo me callé y estuve aguantándolas tanto o más que tú. Que esa es otra hijo, que ni a tí te gustaban esas chicas. ¡Ni esas ni ninguna! Que ya va siendo hora de que te des cuenta de que tú heterosexual no eres.

HIJO: ¡Papá!

PADRE: No, hijo, no, que lo sabemos ya todos menos tú, que tu eres gay, vamos, hasta Marisa, la vecina, me lo dijo el otro día. Que tuve que pararle los pies yo porque venía con mala inquina, pero vamos, que lo tenemos todos clarísimo menos tú, hijo, que pareces tonto.

HIJO: Joder, papá, ¿a qué viene todo esto?

PADRE: ¿Que a qué viene, hijo? O sea, que no lo sabes. No lo estás viendo, no me lo puedo creer. A lo que viene es a que he aguantado tus mierdas, tus tacos, tus profesores, tus claros errores románticos… y nunca te he dicho nada, nunca te he levantado la voz ni, por supuesto, la mano. Porque te quiero hijo, y te respeto. Pero hay cosas que ni un padre puede tolerar. ¡Y más cuando te lo he repetido docenas de veces! Y tú siempre igual, siempre con la misma mierda. Y me duele, joder.

HIJO: ¿Qué mierda papá? Joder, estoy a punto de llorar.

PADRE: Esto es lo peor, que ni siquiera que te des cuenta. Yo lo doy todo por tí y tú… tú ni siquiera puedes cerrar bien el bimbo.

HIJO: ¿Qué?

PADRE: Ni qué, ni nada. Lo sabes bien. Siempre dejo el alambre con el que viene la bolsa, joder, siempre dejo el puto alambre para que cierres el bimbo con el puto alambre. ¿Y qué veo? Que cada vez que te haces un maldito sandwich, llego a la cocina, ¿y cómo está cerrado el bimbo? ¿Con el alambre? No, claro que no. Tiene un puto nudo. Un puto nudo con el plástico de la bolsa. Y te parecerá normal. Que se seca el pan, hijo, ¡que se seca! Hay que cerrarlo bien, me cago en todo lo sagrado. ¡No es tan difícil! Hay que cerrarlo bien para que no se seque la puta rebanada de arriba, creo que ya te lo he dicho demasiadas veces

HIJO: Pero papá…

PADRE: ¡Ni pero, ni pera!

miércoles, 27 de marzo de 2019

La muerte de Felicity Withner

Palabra: pólvora

Fue @Mecha_2ri el que me propuso la palabra pólvora, y la verdad es que este es el primer relato con el que no estoy muy contento. Aún así, se lo agradezco un montón y se lo dedico, por supuesto

Las anaranjadas luces del día se derretían lentamente tras las colinas dando lugar a una noche profunda y terrible. Los pocos rayos de sol que aún lograban escapar de su aciago final se deslizaban como serpientes entre la arena del desierto, atravesando algunos arbustos hasta llegar a las viejas vías de un ferrocarril, que se encontraban en un estado francamente terrible.

Junto a las vías había un camino paralelo formado por las herraduras de un caballo que había viajado muchas millas para llegar hasta allí. Sobre ese caballo cabalgaba un hombre de gran hechura y un largo sombrero en su cabeza. Masticaba pensativo una brizna de hierba que había encontrado mientras su caballo caminaba despacio hasta el punto en el que había quedado para hacer la transacción.

Normalmente este sería un intercambio normal y corriente. Él necesitaba pólvora, su vendedor, reses; pero desde luego que Felicity Withner no era un hombre normal y corriente. Si hubiera otra posibilidad, a Joan Blur jamás se le habría pactar como un hombre como él. Pero era la única persona con el dinero suficiente en el país como para suministrarle la cantidad de pólvora que necesitaba. Pero la leyenda que le rodeaba le mostraba como un individuo completamente inestable.

Las historias que se contaban de Felicity le mostraban como un bromista a niveles de divinidad nórdica. Se decía que había hecho llenar una taberna de caballos con ropajes y vestidos solo para hacer creer a un alguacil que se había vuelto loco. Se contaba de él que había hecho tapar con una sábana todo un pueblo para que creyesen que nunca más iba a amanecer. Joan sabía que se la iba a jugar pero quería estar preparado.

Cabalgó junto a las vías hasta una montaña y atravesó una estrecha cueva artificial que había creado con explosivos hacía años para guardar el extraperlo y el contrabando. Allí había ordenado a sus hombres que llevaran las reses para el pago y allí estaban, encerradas en un cercado de madera. Por precaución, también había ordenado que esos hombres se quedaran por allí protegiendo la mercancía. No estaba nada seguro de lo que iba a pasar. Y su miedo no era infundado.

Un terrible estruendo anunció la llegada de su vendedor. Toda la cueva retumbó y no solo por el sonido del tren que Felicity había hecho fletar. De alguna manera, había conseguido que al menos un centenar de ancianos violinistas tocaran unas notas terribles mientras atados a la parte superior del tren. Y en lo más alto de la locomotora, llegaba él. Brillante, inconfundible.

Felicity era un hombre anciano. Había vivido una larga y próspera vida de engaños y artimañas de la que había salido ileso gracias a la ingente cantidad de dinero que había heredado de su padre. Como de costumbre, portaba un enorme sombrero rojo y una chaqueta a la que había hecho bordar varias piezas de oro. Quizás fue el peso de ambos el que hizo que acabara desarrollando una marcada chepa, en la que la gente apenas se percataba al estar fijándose en su cano e ingrávido bigote.

El tren frenó de la forma más aparatosa posible demasiado cerca de la cueva, en cuyo interior las reses empezaron a inquietarse. Felicity lanzó un tiro con su revólver al cielo y bajó torpemente por las escaleras. Tres hombres y un mono dispusieron ante él una alfombra y, con un paso poco solemne, caminó hasta estar frente a Joan. Después, dos de los tres hombres le trajeron un taburete para que ambos hombres estuvieran a la misma altura.

— ¿De verdad era necesaria tanta parafernalia Felicity? Estoy intentando que esto sea discreto.
— La discreción no significa nada cuando alcanzas cierta cantidad de dinero. Y por la cantidad de pólvora que te traigo confío en que pronto habrás adquirido esa cantidad. Espero que entonces me entiendas.
— Sí, lo que tú digas. ¿Podemos hacer ya el intercambio?
— Por supuesto, ¡por supuesto! ¿Pero qué te parece si dedicamos unos momentos a comprobar que nuestras mercancías son las adecuadas?
— Claro, está bien.

Felicity se dirigió junto a sus tres hombres, y su mono, al interior de la cueva. Joan hizo lo propio hacia el tren. Indicó a sus hombres que se acercaran primero y abrieran las compuertas. Felicity parecía tranquilo, pero seguía sin fiarse de él. Temía que en el interior de ese vagón hubiera unos explosivos a punto de estallar o un enorme puño de madera que le diera un puñetazo. No pasó ninguna de esas cosas. Y aún así sus hombres se quedaron paralizados ante lo que estaban viendo, incapaces de explicarle nada a su jefe. Joan tuvo que armarse de valor y acercarse él mismo al vagón para descubrir que estaba completamente cargado sí, pero no de pólvora, sino de polvorones.

Un disparo en la distancia le extrajo de su estado de estupor, teniendo solo unos segundos para ver cómo cientos de reses salían corriendo asustadas de la cueva, en estampida. Y solo en una de ellas, Felicity, sus tres hombres y su mono.

— ¿Polvorones, Felicity? ¿Qué sentido tiene esta broma? — gritó Joan, que se había subido a lo alto del tren.
— ¿Polvorones? ¡Sí! En los tres primeros vagones— desde su res, Felicity logró sujetarse a la escalera de la locomotora y ascender a la altura de Joan, mientras una riada de animales rodeaban por completo el tren— . ¡Por favor, revisa los demás! He estado meses recogiendo polvo de las estanterías para llenar otros tres, ¡y eso es solo el principio! Te va a encan…

Un ruido seco interrumpió las últimas palabras de Felicity Withner, que cayó a plomo bajo los cascos de las reses. Nadie se la jugaba a Joan Blur, por mucho dinero que tuviera. Nadie.

Tras la estampida, Joan pudo bajar del tren y dedicarse a revisar todos los vagones del tren. De tres en tres, se encontró con vagones llenos de polución, ladrillos para construir un polvorín, e incluso algunos llenos de gente desnuda a la que Felicity había obligado a tener sexo por su último chiste. Y tras todas las bromas, llegó la pólvora. La suficiente, incluso más. Felicity nunca le había llegado a engañar. Y técnicamente las reses ya eran suyas para liberarlas si quería. Por un instante, Joan se sintió mal por su impulsividad, pero al siguiente se dio cuenta de algo. Y simplemente sonrió.

martes, 26 de marzo de 2019

Hermanas

Palabra: ventisca

Le dedico este relato al bueno de Mario (@MarioJPC) por esta palabra que, a priori, no sabía qué hacer con ella, pero que al final ha dado un resultado guay. Espero que te mole

Supongo que ahora me voy a justificar por lo que estoy a punto de hacer. Sí, supongo que sí. Esta es mi excusa. Mi confesión. Si alguien llegara a leerla, si acaso este texto llegara siquiera a existir, espero que se me pueda entender. Porque todo lo que hice, lo hice por amor.


Siempre tuve una excelente relación con mi hermana. Pese a que ella hubiera nacido en Finlandia y yo en Senegal, y a que no compartiéramos sangre ni padres biológicos. Su nombre era Païvi. El mío es Ngone. Pasamos toda nuestra vida juntas, fuimos al mismo instituto, nos enamoramos del mismo chico, el imbécil de Aleksi; nos enfadamos y nos volvimos a querer. Después Païvi se dio cuenta de que en realidad no le gustaban los chicos, así que no volvimos a tener ese problema. Nos separamos un poco en la Universidad, yo conocí a un tío, empezamos a salir, nos casamos, nos divorciamos y al final acabé en casa de mi hermana, llorando y hecha una mierda. Y justo entonces empezó la ventisca.


Era una gran tormenta de hielo que se cargó las comunicaciones y nos encerró en su casa. Vivía sola, así que en realidad nos lo tomamos como una oportunidad para pasar tiempo juntas y recuperar los años perdidos, al menos al principio. Nos contamos cada detalle de nuestras vidas, jugamos a juegos de mesa, lloramos y bebimos, y nos dijimos cuánto nos habíamos echado de menos. Y la ventisca no paró. Al tercer día empezamos a preocuparnos. Al quinto, nos pusimos a trabajar.


Ambas habíamos sido siempre unas mujeres muy inteligentes. En el instituto yo no sacaba muy buenas notas, pero luego pude sacarme sin problema la carrera de física, varios másters y cinco doctorados. Y mi hermana sí que sacaba buenas notas ya desde el instituto. Además de varias ingenierías, tenía un amplio taller en el sótano de su casa. COn algo podríamos trabajar.


Nuestro primer objetivo fue desarrollar una radio de mayor alcance para comunicarnos con alguien de fuera de la casa. Lo conseguimos con facilidad. La ventisca asolaba, por lo menos, todo el país, y había sumido la civilización en una crisis absoluta. Así que nuestro segundo paso estaba claro: frenarla.


Por desgracia no era tan fácil como cabría esperar. Construímos refuerzos para la casa y un sistema de calefacción alimentado por la energía eólica de la propia tormenta, pues el frío empezaba a resultar peligroso. Después tratamos de generar un sistema que hiciera entrar el agua en una fusión instantánea y no tardaron en conseguirlo, pero en un espacio muy reducido.


Después logramos, a través de la poca comida que nos quedaba, crear un clonador de tejidos que nos permitiera desarrollar, poco a poco, más comida para poder subsistir. Y esto solo durante el primer mes. Durante los siguientes nuestra producción tecnológica se volvió completamente loca. Generamos un comunicador que reactivara todas las comunicaciones de la Tierra con un nuevo tipo de onda, desarrollamos un tipo nuevo de reactor energético limpio y, lo más fuerte de todo, un prototipo de máquina del tiempo. Estábamos piradas y desesperadas, pero teníamos un plan. Ese puto plan.


De alguna forma, probablemente más mágica que científica, logramos que esa máquina funcionara. Tardamos algunos meses más, pero, joder, lo logramos. Y la íbamos a usar. Nuestro plan era ir al pasado y encontrar el epicentro de la ventisca antes de que sucediera, recabar información al respecto y volver al futuro para buscar una nueva solución.


Pero algo salió mal, ahora se bien el qué, pero en ese momento no tenía ni puta idea. Habíamos hecho cálculos sobre la localización a la que podíamos tener que acceder, pero claramente los hicimos mal. A pocos metros de nosotras escuchamos una gran explosión. Cuando miramos, solo pudimos ver, impasibles, una inmensa ola de hielo que se expandía en todas las direcciones. Corrimos a la máquina del tiempo. Yo la alcancé. Por un segundo. Por una mierda de segundo Païvi no lo hizo.


Lo único que llegó al presente fue un brazo helado que se desprendido del resto del cuerpo como un cristal. Lloré mucho por mi hermana. Muchísimo. Estuve apunto de dejarme morir de hambre ante la desesperación, de mandarlo todo a la mierda porque nada tenía sentido sin ella. Rompí muchos de nuestros inventos. Destrocé mi única comunicación con el exterior y también el generador de energía. Básicamente me suicidé a medio plazo. Y entonces me di cuenta de que tenía ese puñetero brazo.


Estaba cubierto del hielo primordial, si lo estudiaba podía darme las soluciones que estaba buscando. Y efectivamente lo hizo. Su composición química no se parecía en nada a la del hielo. No era más que un polvo generado por la transmutación de partículas orgánicas suspendidas en la atmósfera, y su reversión era ridículamente sencilla. Realizaban un proceso en cadena, como un contagio a nivel atómico. Hostia puta, cómo me sentí. Y no precisamente por haber solucionado el problema de la ventisca, sino por tener la oportunidad de salvara a Païvi.


Sin ninguna duda, volví al pasado de nuevo. Sabía dónde y cuándo empezaba la reacción en cadena exactamente. Llevaba mi catalizador y la máquina del tiempo, para escapar por si algo salía mal. Y estaba completamente dispuesta a cambiar las cosas. Pero pasó el tiempo y nada sucedía. Según mis cálculos apenas quedaban unos segundos para que empezase la reacción, pero allí no sucedía nada. En ese momento me di cuenta. El catalizador que llevaba en las manos podía revertir la reacción y volver a revertirla. Yo estaba allí y la tormenta no porque, después de todo ese tiempo, yo había causado realmente la ventisca. Tenía entre mis manos la herramienta para hacerlo, y si no la usaba, si no mataba a mi hermana, a saber qué consecuencias hubiera tenido para el tiempo.


Y puede que lo hiciera. Que apretara el botón, volviera al futuro, eliminara allí la tormenta. En ese caso el mundo habría cambiado. Sí, al principio para mal, pero todos los avances científicos que llevamos a cabo en la casa mi hermana y yo podrían haber servido para recuperar lo perdido y avanzar aún más. Escondería la máquina del tiempo, por supuesto, no me fiaría de nadie, por muy bien que fuera el mundo.


Porque lo cierto es que el mundo se dirigiría hacia una nueva etapa de iluminación y desarrollo. Un mundo mejor. Pero un mundo sin mi hermana.


Llegados a este punto, ya sabrás por qué escribo estas palabras. Lo siento mucho por las consecuencias que pueda tener para el tiempo y para la humanidad, pero mi hermana me importa más que todo eso. Así que he vuelto al pasado, dispuesta a frenarme a mí misma, pase lo que pase. Y que le jodan al tiempo.

lunes, 25 de marzo de 2019

La verdad

Palabra: dabuten

Le dedico este relato, con mi infinita admiración por la palabra que me propuso, a @mikulo23, una persona con un nombre tan bello como las palabras que va proponiendo, al parecer, por ahí.

Una vez, cuando viajé al siglo XXXII conocí a una mujer madura, de unos 176 años, que me resultó francamente fascinante. Su nombre era Laura Cruz y era arqueóloga. Por supuesto, con tal de no interferir en su trabajo, no se me ocurrió confesarle mi condición de viajero en el tiempo. Sin embargo, me mostré alegremente dispuesto a escuchar la historia que tenía que contarme.


El oficio de la arqueología en el futuro apenas se parece a lo que conocemos en nuestros días. Desde que los humanos tuvieron que huir de la Tierra por un inminente cataclismo ecológico, la búsqueda de resquicios del pasado cambió radicalmente, por supuesto. Las incursiones a la Tierra requieren de casi un centenar de permisos y los costes de investigación son francamente inasumibles por casi ningún planeta-estado. Y aún así, Laura y su equipo consiguieron la financiación necesaria para la incursión.


¿Y cómo lo hizo? Pues con la promesa, bastante parcial, de encontrar un tesoro tal como nadie jamás hubiera imaginado. Llevaba años investigando el siglo XX, concretamente los documentos que se preservaron de lo que ahora conocemos como España, y encontró, en los correspondientes al tramo final del siglo, un hueco irresoluble que se presentaba ante ella como un acertijo incomprensible. Una palabra imposible que bien podía ser parte de un ritual ancestral, o indicar la adoración a una terrible deidad. Y entre esas posibilidades se encontraba la que vendió como más posible: la existencia de riquezas o poder ilimitados tras esa sencilla palabra. Me explicó que la pronunciación de esa palabra debía de pronunciarse /da-bu-ten/.


Tuve que contener mi absoluta extrañeza ante tal situación. Aquella mujer, mucho más anciana y sabia de lo que yo podré ser jamás, me había puesto en una extrañísima encrucijada en la que yo sabía que la investigación de toda su vida se basaba en una ridiculez sin sentido. En un error de traducción. Tenía que hacerle saber, de alguna manera, que el objetivo de la mayor investigación arqueológica financiada jamás era casi una broma pesada. Y no sabía cómo hacerlo.


Mientras mis dudas me consumían, ella prosiguió con su historia. El  por el espacio viaje fue tenso y emocionante, y la estancia en el planeta bastante poco apacible. El aire de la Tierra se volverá completamente irrespirable en el futuro, así que en todo momento será necesario llevar máscaras de autorrespiración para poder sobrevivir en su suelo. Y aún, así, cuando Laura me lo contaba, había un brillo en sus ojos como en pocos he visto.


La búsqueda fue larga, pero finalmente les llevó a lo que Laura identificó como una gran biblioteca audiovisual con simbolismos sagrados. Tal biblioteca que, a mi parecer, no debía ser más que un Media Mark. En su interior, la mujer se encontró con una infinidad de reproductores de comunicación primitivos que hacía mucho que habían perdido su funcionalidad. Por suerte, los arqueólogos del futuro tienen un sencillo cachivache al que llaman temporalizador, que sume los objetos que alumbran en una burbuja temporal que les permite investigar con más facilidad la función que cumplían en la época en la que fueron creados.


Lo cierto es que esos artefactos no debían funcionar tan bien en la práctica, porque Laura me reveló que apenas logró sacar información de ninguno de los reproductores, apenas unas imágenes sueltas que, por supuesto, no incluían la palabra dabuten. La mayoría de ellas mostraban tan solo escenas apacibles, de campos o animales extintos. Algunos de ellos, pocos, mostraban pequeños extractos de obras de ficción narrativas o comerciales. Pero hubo uno que lo cambió todo.


Cuando me lo contó estuve apunto de echarme llorar. En uno de esos reproductores lograron aislar una pequeña secuencia, de apenas dos segundos. En ella Laura observó a un hombre grande, rubio, pronunciar unas palabras que lo cambiarían todo. Y esas palabras, queridos amigos y compañeros, fueron unas palabras tan importantes para ella como terribles para mí, y para cualquiera de vosotros en mi lugar. Porque lo que decía ese hombre sin cesar eran las palabras “rakuten es dabuten”.


Exactamente cómo podéis leer. Me encontraba frente a esa mujer y sentía la necesidad de romper todas las reglas que existen sobre los viajes en el tiempo para explicarle que aquello que la obsesionaba no significaba nada, pero lo cierto era que no tenía ni la menor idea de cómo explicar tal cosa.


Ella, por su parte, también parecía estar apunto de llorar. Pero no era por tristeza. Para ella, esas palabras ridículas simbolizaban algo diametralmente opuesto a lo que a mí me podían hacer sentir. Para Laura Cruz, que rakuten fuera dabuten no era más que la prueba de todo aquello que quedaba aún por investigar. Si aún no había sido capaz de encontrar el significado de dabuten, ahora sabía que también existía rakuten. ¿Y qué sería? ¿Acaso una deidad dual y terrible que se enfrentaba con dabuten? ¿Una tribu ancestral? ¿Quizás una nueva palabra del ritual? Fuera como fuera, me explicó  que aquellas palabras le enseñaron una cosa importantísima: que ella no quería terminar de investigar, que quería seguir toda su vida enlazando un misterio tras otro, porque esa era la única forma en que de verdad le gustaba vivir.


Ante tal situación, no tuve por menos, por supuesto, que tragarme todas mis palabras. ¿Qué derecho tenía yo, solo por haber accedido a una máquina del tiempo, de irrumpir en su mundo de una manera tal que acabara con todo aquello que la hace soñar y vivir? ¿Qué derecho tenía a romper las expectativas de todo un planeta que soñaba con un pasado mucho más mágico e ingenuo que el que realmente estamos viviendo? Efectivamente, no tenía ninguna, así que me callé y seguí hablando tranquilamente con Laura.


En la actualidad somos buenos amigos. Ella investigación y yo, por supuesto, nunca le conté, ni le contaré la verdad. Porque algunas verdades no son tan importantes.

El mercado de relatos

Palabra: Relato

El señor @PeterGR300025433 me propuso la palabra relato y me ha dado la oportunidad de escribir una historia muy meta y que me gusta un montón, así que se la dedico.

Mario Araya era la clase de hombre que le parecía guapísimo a tu abuela. Era alto, bien peinado, con buen porte y siempre perfectamente vestido y aseado. Era educado y amable, con una vida bastante acomodada gracias a su exitosa carrera como escritor. Había publicado decenas de novelas románticas de gran éxito entre adolescentes y jubilados, y una infinidad de antologías de historias cortas.

Sin embargo, hubo varias semanas semanas en las que su aspecto en absoluto podía asemejarse a lo aquí se acaba de describir. Durante ese tiempo, su vida se tornó en un cúmulo de desorden, barba mal recortada y un pijama que llevaba demasiado tiempo sin lavarse; todo por culpa de un relato. No se lo podía quitar de la cabeza, ni tampoco era capaz de plasmarlo en papel. Tras todo el tiempo que llevaba encerrado en su casa, tan solo había logrado crear a un personaje, introducirle y darle contexto.

Pero necesitaba algo más, un nudo, un conflicto en el que sumir a ese personaje para contar todo lo que tenía en la cabeza. Era completamente incapaz de hallarlo y eso le desesperaba. Y la única solución en la que era capaz de pensar era ridícula e imposible, pero acorde con su desesperación. La única solución que le quedaba era acudir al mercado de relatos.

Se trataba de una tienda pequeña en plena de la calle más estrecha de su ciudad. Tenía una puerta pequeña, para nada llamativa, en la que nadie era capaz de fijarse si no iba ya buscándola. No había dependiente, ni aparentemente la regentaba nadie; pero tampoco nadie se atrevía a robar o incumplir sus normas. Su ambiente oscuro, casi místico, persuadía de ello a cualquiera que tuviese la idea de hacerlo.

Mario, por suerte, iba preparado para enfrentarse al mercado de los relatos. El mecanismo era sencillo. Su interior era como una inmensa biblioteca, que desdencía en el suelo hasta lo más profundo de la ciudad. En cada estantería se acumulaban una infinidad de relatos, sin, aparentemente, ningún orden ni clasificación, pero a disposición de todo aquel que los necesite. Para acceder a ellos solo hay que seguir dos sencillas reglas. La primera dicta que para coger cualquiera de las historias allí presentes, hay que dejar otra a cambio. La segunda, que los relatos que salgan de allí no podrán ser leídos jamás por nadie más que la persona que los haya recogido. El escritor había llevado consigo una multitud de historias inéditas que estaba dispuesto a sacrificar a cambio de la inspiración que necesitaba. No quería robar los relatos ni las historias que contaban, no quería plagiarlos. Solo buscaba un conflicto que diera orden a todo lo que tenía en su cabeza.

Buscándolo, se adentro en la pequeña tienda y se sumergió en la oscuridad purpúrea de su interior. En el mercado de los relatos no solo habitan las historias, sino que él mismo ha sido fruto de multitud de leyendas. Cuentos y conspiraciones sobre personas que han entrado y jamás han podido salir. Es por ellas que nadie se atreve nunca a introducirse demasiado en la tienda y se quedan en los niveles superiores. Pero ninguno de los relatos de esos niveles parecía servirle a Mario para dar forma a su conflicto. Así que siguió bajando y bajando.

Al principio, todo se volvía más misterioso. Los relatos pasaban de ser historias de amor a ser historias de terror, pero eso era solo el principio. Después, las historias empezaban a ser más confusas. Los escritores parecían jugar al principio con la forma y las palabras, dándole un nuevo valor a la estructura. Estos juegos al principio eran sencillos, como repeticiones de palabras o deformaciones de los párrafos, más tarde algo más confusos, con textos escritos completamente al revés o de manera circular, y los que había al final eran completamente incomprensibles para Mario. Después de eso fue cuando empezó a ir mal.

Los relatos ya ni siquiera estaban plasmados en papel, sino que salían al principio como sonidos y después como formas. Caminaban por las salas y se deslizaban a través de los pisos, las historias se contaban así mismas, o se narraban unas a otras; rodeaban a Mario y le susurraban cosas. Se formaban y se deformaban a su alrededor. Algunas le pedían que se quedara, otras le suplicaban que se marchara. Y aún así, Mario siguió bajando.

Las salas parecían saltar y cambiar, convertirse ellas mismas en las historias, cambiar en función de los pensamientos de Mario, y entonces lo vio. Frente a él, allí estaba. Se había formado ante sus ojos, exactamente la historia que quería contar. Era perfecta, el conflicto que necesitaba. Y cuando la tenía entre sus manos, cuando estaba preparado para completar su historia, no pudo recogerla. Había llegado demasiado lejos, no podía irse sin seguir bajando.

Se había dado cuenta de que no era el conflicto lo que buscaba. No necesitaba una historia tan concreta y exacta para su personaje, cualquiera le valía para contar lo que quería. Lo que necesitaba era saber lo que quería de verdad su personaje. El conflicto detrás del conflicto, que le hiciera darse cuenta de que estaba equivocando sobre todo en lo que creía creer. La verdad que le haría cambiar.

Y en busca de eso, se adentró aún más en el mercado de los relatos. Pasó por salas imposibles, en las que las historias sucedían fuera del tiempo o dentro de su cabeza. Monstruos que se materializaban en formas que su cerebro que no era capaz de comprender, dimensiones que se formaban en torno a la tercera y creaban realidades alternativas, mundos que una mente humana no era capaz de procesar. Pero cuando Mario llegó al último piso, se dio cuenta de que su mente ya no era en absoluto humana.

En el piso más profundo del mercado de los relatos ya no había ninguna historia. Era una sala normal, circular, completamente vacía excepto por un elemento. Un espejo alto, justo en el centro, cuyo reflejo mostraba algo que Mario jamás había visto: a sí mismo. Pero no era el “sí mismo” que había conocido. Tras atravesar todas las salas, su cuerpo ya no era el mismo, ni tampoco su mente. Ambos estaban reflejados en ese espejo, que no mostraba una imagen sino un millar, una infinidad de historias que se habían formado y pegado a Mario durante su vida. Esa era justo la historia que quería contar. Y en cuanto se dió cuenta, concluyó.

Nadie volvería a ver a Mario. Una leyenda se formaría en torno al escritor. Pero, aquellos que se atrevieran a descender lo suficiente en el mercado de los relatos bajarían al menos un piso más que los que bajó Mario.

jueves, 21 de marzo de 2019

Una afrenta imperdonable

Palabra: nefelibata

Le dedico este relato a la inigualable ANITA CAPRESSE (@caprifoi), pese a que me dio una palabra rara solo para liármela.


Estaba harta. Marisa no aguantaba más. Después de tantos años de tensión y discusiones con su vecina Lola, no había tenido por menos que estallar cuando, al final, habían empezado las descalificaciones.


Se había ido a su casa corriendo, dando un fuerte un portazo que casi hizo que su marido se cayera del sillón. Tenía los puños y la mandíbula apretados, y le dio un golpe a la puerta con el talón. No podía creer que le hubiera dicho algo así.


Y bien, ¿qué terrible ofensa había profesado Lola hacia su persona para causar tal ira en la pobre y cansada Marisa?, supongo que os preguntaréis. Pero ese era precisamente el principal problema, que Marisa no se acordaba.


Cuando le había confesado a su marido que Lola la había llamado nifilabuta o nafiriflauta, el confuso hombre no había tenido por menos que responderle que estaba casi seguro de que esas palabras no existían. De hecho, al buscarlos en el diccionario, Marisa pudo observar con estupor que, efectivamente, no estaban recogidas en ninguna página.


Eso fue la gota que colmó el vaso. Lola no solo la había llamado nafirapotas o nisiriloide, sino que , además, la había tomado por tonta. ¿Acaso se creía esa mujer que por usar palabras complicadas de señorito terrateniente era más lista que ella? Marisa estaba casi segura de que sí. Y no iba a permitirlo. No iba a dejar que la llamara naomiguats o silifante y que luego pudiera irse de rositas tan fácilmente. Tenía que enseñarle quién mandaba en esa comunidad de vecinos.


Sabía que tenía eso de su nieto en el armario. Se lo había comprado por su cumpleaños hacía ya tres años, pero nunca lo había usado, así que esperaba que no le importara que lo cogiera ella. Tardó un buen rato en encontrarlo, no recordaba dónde lo habían guardado, y tampoco podía preguntarle a su marido porque no sabía pronunciar bien bate de béisbol.


Lo había visto en las películas, ese artefacto resultaba muy útil para dar un par de lecciones. Aunque no bastaba tan solo con la violencia, tenía que mandar un mensaje, así que Marisa cogió también un rotulador indeleble y escribió en la madera del bate las palabras porposantro y batrisnocia.


Su marido estaba viendo la tele, así que le dijo que se iba a comprar el pan y salió de su casa sin poder quitarse de la cabeza la palabra binbiznaga o garmasaco. También se acordaba de todas esas goteras que había tenido que arreglar. O de furibrarte,o trampisnato. De aquella vez que le prestó la batidora y no se la devolvió. O de mostrachone, o cabanaute. De cuando regañó a su nieto por correr por las escaleras. O de zapatana, o chispiesa.


Llamó al timbre en cuanto alcanzó el piso, sin mayor meditación. Tras la puerta, apareció la ridícula y sonriente cara de Lola, con su clásica felicidad fingida. Ella sí que era una navaluenga o milaberia.


Sin mediar palabra, Marisa le estampó el bate en la cara, partiéndole la nariz y varios dientes. La mujer apenas alcanzó a gritar cuando Marisa le propinó un segundo golpe.


— ¿Por qué? — alcanzó a decir Lola, indefensa, tras el golpe
— Lo sabes bien, arpía, ¿o te crees que iba a dejar que me llamaras numbata o lipliriloca? ¿Que no iba a hacer nada al respecto?
— ¿Qué? Pero Marisa, querida, estas muy equivocada, yo solo te dije que eres muy nefelibata…

— ¡Otra vez! ¡No me lo puedo creer! ¡No pienso aguantar esto más! ¡Tú sí que eres una maldita nefelibata! — gritó Marisa antes de asestarle un último golpe.

La rueda

Palabra: galleta

Le dedico este relato tan curioso a mi queridísimo Gullón (@gullon1995), la mejor galletita imparable que conozco

No se cuanto tiempo llevo encerrada en esta caja, a oscuras, hacinada junto a otras Marías, esperando impaciente la inevitable muerte que me espera. Me intento acordar de las palabras de la galleta Platón, pero su voz se desvanece en mi mente de harina y cereal.


Un temblor, es el final, todo se acaba. Veo la enorme mano de una niña entrar en la caja, me elige a mí. Me sujeta entre sus dedos y me mira con deseo. Y entonces, me resbalo. Caigo al suelo desde la altura, de tal manera que es mi parte estrecha la que aterriza y rueda sobre el suelo del salón.


Las pupilas de la niña se ensanchan y se tira hacia mí como un gato. Me persigue por la casa, a cuatro patas, amenazándome con sus uñas afiladas y sus orejas puntiagudas y en el último instante, logro deslizarme por una gatera demasiado pequeña para ella. Debe de ser para un gato de verdad.


Ruedo por el porche hasta la calle y giro a la derecha. Frente a mí, un hombre besa a otro, robándole el corazón y llevándoselo dentro de una bolsa. Yo paso entre sus piernas y sigo rodando cuesta abajo. Voy cogiendo velocidad y poco a poco voy alcanzando a una bicicleta que va creciendo según me acerco a ella. Cuando la sobrepaso, la bici sigue creciendo hasta que la pierdo de vista.


Caigo por unas escaleras, peldaño a peldaño. En el primero se ha tropezado un niño, en el segundo se ha sentado un anciano cansado, en el tercero ha meado un perro, y también en el cuarto. En el quinto una lagartija ha salido a tomar el sol, en su nave espacial, seguida de su ejército, están dispuestas a lo que haga falta por lograrlo. El sexto peldaño está triste porque una familia de chicles ha anidado en su espalda y el séptimo ha decidido irse al extranjero a aprender inglés, así que no está para frenarme cuando caigo y sigo cayendo y justo cuando temo que voy a chocar con el suelo y a partirme en cien pedazos, me recoge un pájaro al vuelo, con sus dos patitas.


Por un momento me siento aliviada, pero luego me doy cuenta de lo que suelen querer los pájaros de las galletas. Intento soltarme, pero realmente no tengo la capacidad de moverme, solo soy una galleta. Vuelo bajo ese pájaro durante horas. Salimos de la ciudad y avanzamos por el viento. Las nubes se quedan atrás y en pocos minutos alcanzamos el mar, pero seguimos volando. Y volamos durante horas hasta que conseguimos volver sobre tierra, volver a la ciudad, volver a la escalera.


Resulta que en el peldaño número nueve se encontraba su nido, en el que le esperaban cinco niños hambrientos y uno que, la verdad, ya había picado algo entre horas y no tenía mucha hambre. Ya está este sí que es mi final, no tengo ninguna duda. Sí tengo que decir unas últimas palabras que sean estas: tenedor, luna, rotulador, idiosincrasia. Estoy lista para irme.


Pero una vez más, no me voy. El pájaro me tira desde las alturas, pero ninguno de los niños logra cogerme. Caigo al suelo del nido y sigo rodando hasta las ramas, que me permiten deslizarme por el árbol. Hay un mono colgado de una rama y a un obrero desnudo intentando cogerlo. Todas las hojas se caen cuando llega el otoño. Y en invierno, llego al suelo.


Hace frío y hay nieve, me cuesta seguir girando, creo que caeré y me desharé entre el agua helada. Y es verdad que me caigo, pero a una alcantarilla. No es muy profunda y llego bien al fondo, sobre la espalda de un cocodrilo que nada a través del fango. Ruedo desde su mandíbula a su cola y sigo por el suelo, hasta que me cuelo por un pequeño orificio.


Es un hueco estrecho y largo, pero no me puedo parar. Avanzo y avanzo hasta que los muros se abren y aparezco en un pequeño prado apacible. Es un lugar agradable, placentero incluso. A mi alrededor hay otras galletas que yacen tranquilamente sobre la hierba, y entonces se que por fin he llegado a la legendaria Tierra de las Galletas. Quiero quedarme aquí, pero no puedo parar de rodar. Necesito dejar de rodar, por favor. Es lo único que deseo.


Junto a mí, de pronto, me doy cuenta de que rueda otra galleta. Es una galleta anciana y se presenta como la galleta Platón. Le pido que me diga como puedo dejar de rodar y me dice que es imposible. Nada para. Nada deja de rodar nunca. Me explica que una vez que sales de la caja ya nada tiene sentido y nada se termina, que todo sigue rodando, sin final. Es una historia triste, pero la única verdadera.


Un desnivel separa nuestros caminos y nos despedimos. Me siento extraña y triste. No me quiero ir. Pero se que es la hora cuando veo llegar hacia mi un nuevo muro, con una nueva hendidura. He estado aquí y eso lo cambia todo, no importa que me vaya. Pero me voy. Atravieso el muro y todo se vuelve a desvanecer.


Cuando salgo, estoy en un lugar que recuerdo de algo, o quizás no. Hay máquinas y personas que las manejan. Decenas de galletas circulan por una cinta mientras son fabricadas y acabo cayendo entre ellas. No quiero estar aquí. Pero justo en este momento he dejado de rodar, entre todas las galletas. La cinta me arrastra hacia un final oscuro. E inevitablemente, caigo al interior de una pequeña caja de cartón. Oscura. Hacinada. Y mientras pierdo todos mis recuerdos, solo trato de mantener en mi cabeza las palabras de la galleta Platón: todo sigue rodando, sin final.