viernes, 23 de noviembre de 2018

La chica del mar

Dibujo

David la había conocido en las fiestas de un pueblo costero de galicia. Era una chica extranjera, de Escocia o Irlanda o algo así, no había prestado mucha atención, pero tenía un acento muy sexy. Lo cierto es que no había muchas chicas en su pueblo, y menos así de guapas, tenía que aprovechar cada vez que salía de allí para buscarse un rollo con alguien que mereciera la pena.


Le gustaban muchas cosas de ella, su piel pálida y llena de pecas, sus ojos negros indescifrables, su sonrisa burlona y su melena pelirroja, enorme y rizada. Pero lo que más le gustaba era que se trataba de una chica de pocas palabras. Su silencio, casi sepulcral, la dotaba de un halo de misterio que David sentía que debía resolver.


También le gustaba que suplía claramente su silencio con actos. Antes de verla siquiera, aquella chica se había acercado a él para bailar, y antes de decirle su nombre ya se estaban enrollando en una calle discreta.


David le pidió, casi suplicante, varias veces que se fueran más lejos para estar más tranquilos, entendiendo claramente que estar más tranquilos significaba echar un polvo en la parte de atrás de su coche. Sin embargo, aquella chica solo quiso pasar la noche bailando y bebiendo hasta que saliera el sol. Y exactamente así es como lo hizo.


Cuando despuntaba ya el amanecer, y varios vecinos les habían gritado ya por molestar, aquella chica le dio la mano y le guió a través del pueblo, paseando tranquilamente hacia la playa. Era una playa de piedras, con varias zonas rocosas llenas de cangrejos y moluscos de todo tipo.


La joven le llevó tras una de las rocas y se sentó, apoyándose en ella, con los pies metidos en el agua. David se sentó a su lado. El suelo de piedras era incómodo, y la roca incluso más, pero no le importaba demasiado mientras esa joven le besaba y se sentaba sobre él.


Enseguida metió sus manos bajo su camiseta, recorriendo su espalda con los dedos, hasta que sujetó la tela y se la quitó de un tirón, dejando el torso de la joven al descubierto. A ella no pareció importarle y David aprovechó para fijarse en su cuerpo. Era realmente preciosa, cada centímetro de su piel, blanca y pecosa… excepto por una cosa, que David no tuvo por menos que señalar, casi horrorizado.


— Joder, ya podrías haberte depilado.


La joven le miró levantando una ceja, pero luego siguió besándole. Pero David ya no podía dejar de pensar en el pelo que había visto, cuando acariciaba su espalda no podía dejar de pensar en el pelo y casi podía sentirlo en sus dedos. O no, lo estaba sintiendo realmente, por toda su espalda, una gruesa capa de pelo que casi cubría su mano. Asustado, abrió los ojos y se encontró que, sobre él, la criatura que había ya no era en absoluto la chica que había conocido.


La piel de la joven estaba rota y plegada y de su interior había salido una criatura enorme y grisácea, con un hocico como el de una foca y unos largos bigotes.


— ¿Pero qué cojones? — fueron las últimas palabras que dijo David antes de ser arrastrado al mar de un fuerte tirón por esa criatura


Nadie volvió a ver a David, pero tampoco nadie le buscó. Y no solo porque nadie quisiera buscarle, sino porque en ese pueblo costero todos los habitantes conocían perfectamente a los selkies, su simpatía y sus ganas de divertirse. Y también las consecuencias de tratar mal a uno de ellos.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Hambre

Dibujo

Cuando Razban era pequeño, allá por el año 1466, su madre le dejó una cosa bien clara: para sobrevivir en el mundo, tendría que hacerlo a costa de los demás. Al principio no lo entendía, pero la experiencia le ofreció múltiples oportunidades de comprobarlo. Y cuando, tras una turbulenta caída a una cueva, acabó convirtiéndose en un vampiro, las palabras de su madre se presentaron más reales que nunca.


El hambre que le recorrió el cuerpo desde aquel día le llevó a alimentarse sin remordimientos de todo aquel que se cruzaba en su camino. La sangre humana le proporcionaba un placer, una energía y una vitalidad como nada se lo había proporcionado en la vida.


Al principio no era tan fuerte, pero según pasaban los años el hambre se fue haciendo cada vez más intensa hasta el punto de volverse completamente insoportable. Necesitaba alimentarse cada poco tiempo y durante algunos años fue sencillo. Salir por las noches, cazar algún incauto, o varios si había suerte; y alimentarse de su sangre durante las siguientes semanas, o días. Lo cierto es que con el tiempo la sangre apenas le saciaba durante un día.


No le importaba mucho tener que matar. Hacía ya 400 años desde la muerte de su madre, pero recordaba bien sus enseñanzas. Necesitaba que otros murieran para seguir adelante, no había más remedio. No se trataba de un acto de odio o de sadismo, sino de supervivencia. Había aprendido a matar y devorar a toda clase de personas, en todo tipo de situaciones. Su posición en la alta aristocracia europea le facilitó en gran medida llevar a cabo una infinidad de asesinatos casi diarios, hasta que todo se vino abajo.


Razban nunca supo si todo había empezado antes de conocer a Ivantie, pero desde luego que ese joven lo cambió todo. Debió ser por el año 1982 cuando, creyéndose afortunado, Razban se lo encontró en un callejón oscuro a altas horas de la noche. Sabía que esa clase de personas era la que a menudo nadie echaba de menos.


Se transformó en un pequeño murciélago y voló cerca de una farola, hasta encontrar una sombra con la que fundirse y deslizarse tras ese hombre desarrapado que se recostaba casi inerte sobre la pared del callejon.


Ivantie apenas se dió cuenta de que la oscuridad se solidificaba a su alrededor, mostrando a un hombre alto y pálido, con unas orejas puntiagudas y un traje completamente negro. Apenas se dio cuenta de cómo aquel vampiro se arrrodilló junto a él y le olió el cuello despacio, apunto de chuparle el cuello para, finalmente, clavar sus dientes en él. Eso sí que lo notó. Respondió con un grito, casi tan fuerte como el de Razban. Aquella sangre no era normal, estaba contaminada con algo que quemó el interior de Razban, centímetro a centímetro.


— ¿Qué cojones? — gritó Ivantie, a duras penas.
— ¿Qué le, ¡ah!, qué le pasa a tu sangre? — el veneno le producía un dolor indescriptible, como nunca había sentido.
— ¿Eh? ¿De qué estás hablando? ¿Qué le pasa?
— ¡Quema! ¡Me quema por dentro!
— ¡Que te jodan! No haberme mordido, tronco…
— La… la necesito. Necesito sangre, por favor. ¡Por favor! ¡Quema!
— ¿Pero qué cojones te pasa tío? ¿Qué eres, un vampiro o algo así?


Razban no dio otra respuesta que un gruñido, enseñando los dientes.


— ¡Joder, sí que eres un vampiro, me cago en Dios!


El vampiro cayó al suelo, incapaz de moverse por el dolor de la sangre, casi patético. Y así, en el suelo, casi llorando, Ivantie pudo centrarse lo suficiente para sentir pena por él.


— Oh, no puede ser— se dijo a sí mismo— , no se por qué cojones estoy apunto de hacer esto.


Pero lo cierto es que sí que lo sabía. En esa mirada, dolorida y desesperada, Ivantie no solo veía a Razban, también se veía a sí mismo. Muchas veces el espejo le había devuelto esa mirada desquiciada ante la posibilidad de no encontrar un chute de heroína. Sabía lo que ese vampiro sentía y no podía negarse a ayudarle. Y lo cierto es que también le parecía muy guapo, no podía negarse a ayudarle. Así que lo cargó sobre su hombro y lo arrastró hasta un par de calles más abajo. Una vez allí, atravesaron una verja y se colaron en un edificio vacío.


— Aguanta un poco, tronco, te voy a echar una mano— le dijo mientras le apoyaba delicadamente en el suelo y entraba en una habitación contigua— . Me cuelo aquí para buscar algo con lo que chutarme cuando no tengo mi mierda, pero recuerdo haber visto que a veces guardan sangre para transfusiones por aquí, espera un minuto. ¡Sí! Justo aquí.


Ivantie volvió corriendo, con un par de bolsas para sangre que ofreció a un debilísimo Razban. El vampiro tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando consiguió oler la sangre, engulló ambas bolsas con tanta ansia que por momentos aparecían rasgos de murciélago en su rostro.


Sintió la sangre recorriendo su cuerpo, eliminando el veneno y llenándole de energía. El dolor desapareció en pocos segundos y en su lugar aparecieron las fuerzas necesarias para levantarse, de un vuelo y plantarse frente a Ivantie, que le miraba con una sonrisa nerviosa. Olía su sangre, olía deliciosa. Podría devorarle en un segundo y luego purgarse con esas bolsas de sangre, como siempre había hecho. Ese joven le había ayudado y no entendía por qué, aún resonaban, tras tantos años, las palabras de su madre en su cabeza.


Pero había algo en la mirada de ese hombre, algo que, sin entender cómo, le recordaba a él mismo, a cada día sin sangre; pero también a cada una de sus víctimas. Le había mostrado una nueva forma de alimentarse, una forma diferente de sobrevivir que ni siquiera se había planteado. Una forma de sobrevivir que lo cambiaba todo.


Y esa sonrisa nerviosa era tan bonita…

sábado, 3 de noviembre de 2018

El ejército de arpías

Dibujo

A sus 22 años, Sonia sentía no había logrado nada en su vida. Hacía tiempo que había dejado el instituto, sin llegar a conseguir nunca ningún título; después había encadenado multitud de trabajos de dependienta hasta ser conocida en todas las tiendas de su barrio. Había intentado irse de casa en varias ocasiones, pero siempre se veía obligada a volver a la casa de su madre, a la que realmente no aguantaba. Y para colmo, el médico acababa de decirle que tenía sobrepeso, ¡sobrepeso! Pero si a ella le parecía que estaba buenísima. Ese imbécil no tenía ni idea.

Acababa de salir de la consulta, estaba de mala hostia y estaba cayéndole encima una tormenta increíble. No se había llevado un paraguas, ni un triste chubasquero. Y encima tenía que ir a cuidar de un crío estúpido de cuyo bienestar dependía su sueldo.

Estaba asqueada. Nada tenía sentido, la vida era un esfuerzo constante que, por mucho que se esforzaba, no la estaba llevando a ningún sitio. No, hacía años que había asumido que no se trataba de que el mundo fuera una mierda, sino que era ella la culpable todo lo malo que sucedía en su vida. Era el principio y el fin de todo su propio mal, en una espiral de decadencia y autodestrucción que tiraba de ella y la había arrastrado hasta allí: gorda y empapada, yendo a cuidar a un niño por el que ni siquiera le pagaban lo suficiente.

Y fue en ese momento cuando todo cambió. Estaba Sonia a punto de girar la esquina, pegada a una pared para taparse de la lluvia con una terraza, cuando cayó sobre ella un rayo que la atravesó desde la cabeza hasta los pies. Fue un dolor indescriptible, como si cada célula de su cuerpo estuviera explotando en un solo segundo. La dejó fulminada en el suelo, pero el dolor no había hecho más que empezar.

Sonia notó que su piel se rajaba. Por su espalda, por sus brazos, por sus piernas, por su boca. No era todo su cuerpo, sino zonas concretas. Y cuando fue capaz de mirar, pudo comprobar que, efectivamente su piel se estaba rajando para dejar emerger un cúmulo de plumas anaranjadas a lo largo de su cuerpo. Su ropa se rajó para dejar que dos enormes alas emergieran en su espalda y, cuando se llevó las manos a la cara, pudo comprobar que su boca se estaba transformando en un enorme pico.

Estaba dolorida, pero había algo mucho más poderoso en su interior. Una fuerza interna que le hizo ponerse en pie y, de un salto, echarse a volar con sus nuevas alas. Eran enormes, hacía mucho ruido al agitarlas. Comprobó también, en el aire, que sus piernas estaban cubiertas de escamas y, al final, le habían salido unas enormes garras.

Había algo en su cabeza, no era una voz, pero le hacía entender cosas, conceptos. No sabía qué era, ni qué le había pasado, pero sabía lo que podía hacer. Volando sobre la ciudad, sobre las nubes, por una vez se sentía grande, poderosa, imparable.

Era increíble, nunca había tenido esa sensación. Nunca se había sentido bien consigo misma, y acababa de darse cuenta. Sentía el viento en la cara y la niebla atravesándole las plumas, sabía que eso era lo que quería seguir para siempre. Por supuesto, no lo hizo.

Aproximadamente tras media hora de vuelo, la tormenta pareció disiparse, mostrando un mundo que en nada se parecía al barrio sobre el que Sonia creía estar volando.

Lo primero que vio fue una flecha enorme que pasó zumbando a pocos metros de ella. La esquivó por pocos centímetros. Cuando buscó su origen solo encontró varias decenas de flechas similares volando en su dirección. Las esquivó como pudo y trató de huir de allí, cuando se encontró a otra chica como ella cayendo al vacío, con dos flechas atravesadas. Tras ella, al menos un centenar de mujeres aladas descendieron, volando, hacia la tierra de la que provenían las flechas.

Guiada por esa fuerza interior, Sonia las siguió, esquivando flechas y viendo como muchas de ellas caían, muertas. No entendía nada, pero suponía que esa era la manera que tenía de sobrevivir.

Una inmensa tormenta rodeaba un cañón rocoso en el que se encontraba un ejército de criaturas diversas, con arcos y armaduras que trataban de asestar con sus armas en las mujeres aladas. No sabía cómo entró a la batalla. Le rajó el pecho con sus garras a un centauro y golpeó a un elfo en el casco. Inmediatamente después todo se puso mucho peor. Fue también un centauro su primera víctima. Le costó arrancarle la cabeza, pero, cuando le cogió de las patas y no le dejaba volar, no tuvo más remedio que hacerlo. Después de él vino otro y muchos más.

También fue dura la primera flecha. No sabía cuántas horas había durado la batalla, cuando se clavó en su costado. También vinieron otras tras esa, pero ella siguió luchando sin debilidad, como había hecho toda su vida.hasta que el último de sus enemigos hubo caído.

Estaba en el suelo, llena de agujeros. Sin saber por qué había luchado, ni a quién había matado, ni por qué estaba muriendo. Apenas podía respirar, notaba como su cuerpo se llenaba de algún líquido. Y cuando más se sintió morir, todo el mundo cambió.

Volvía a estar en su barrio, con su ropa bien puesta y sin alas. Ni siquiera estaba chamuscada por el rayo. Todo estaba normal. En ese momento no estaba segura de si todo eso había sido verdad, tardaría un tiempo en descubrir que sí, y que volvería a pasar, una y otra vez.  Pero sí que se había dado cuenta de algo. Algo había cambiado dentro de ella. Al principio lo achacó a una fuerza mágica, pero no era así. Ese impulso interno que la había empujado sobre el cielo y en la batalla seguía ahí, porque no procedía de ningún rayo ni ningún dios. Era su propia fuerza, que creía perdida. Una fuerza superior que la empujaba a cambiar el mundo y a ser mejor, que llevaba mucho tiempo dormida.

Seguía estando gorda y seguía viviendo con su madre. Seguía teniendo que ir a cuidar de ese estúpido niño. Pero, qué cojones, no había nada de malo en eso, era su puta vida y ya encontraría la manera de arreglarla, si en algún momento quería. Porque podía hacerlo, lo sabía. Y ni un ejército la podría parar.

viernes, 2 de noviembre de 2018

La joven Medusa

Dibujo

Al internado para jóvenes sobrenaturales de Atenas acudían adolescentes mitológicos de todo tipo. Había centauros y minotauros, quimeras, esfinges e incluso arpías. Sin embargo, pese a todo, resultamos no estar preparados para enfrentarnos a ciertas dificultades cuando la joven Medusa ingresó en la escuela para vivir entre nuestros
Para sus padres, Medusa resultó ser una adolescente bastante problemática y acababa de cumplir los 345 años, por lo que consideraron que sería apropiado enviarla a estudiar con nosotros, aunque ella no estuviera muy por la labor. Por mi parte, siempre la vi como una joven de lo más normal, con sus rabietas y sus crisis existenciales. Con la excepción, por supuesto, de su dificultad.

Medusa tenía la cabeza llena de serpientes, salvo un lateral que se empeñaba en llevar rapado, tenía los dientes como cuchillas y la piel verde por completo, nada fuera de lo normal. Sin embargo, a diferencia de sus compañeros, ella tenía que llevar siempre los ojos vendados. Veía perfectamente, pero le bastaba con mirar durante un segundo a cualquiera de sus compañeros para convertirlo en piedra para toda la eternidad.

Nuestras clases no estaban en absoluto adaptadas para enfrentarnos a ese tipo de problemas, así que pronto establecí una relación bastante estrecha con Medusa en la que yo le servía de apoyo, tanto para las clases como para el resto de su vida.

Por ello, no me extrañó nada cuando entró por enésima vez llorando en mi despacho, gritándome que quería irse a su casa y que el internado era una cárcel y que nadie entendía cómo se sentía. Tardé varios minutos en conseguir que dejara de llorar, y otros tantos en que me explicara lo que realmente le pasaba que, por supuesto, no tenía nada que ver con el internado, ni con sus padres.

Por supuesto, había empezado a salir con otra chica del internado y, sin yo entender realmente cómo, en dos días se había enamorado loca y perdidamente de ella. Me dijo que era la mujer de su vida y, por supuesto, no había nadie como ella. Claro que me dijo que yo no lo podía entender y me suplicó que las dejáramos salir del internado un día para poder tener una cita a solas.

Eso no era mi competencia en el colegio, sino del director. Medusa ya había hablado con él. Pese a que en otros casos es fácil dar permisos a los estudiantes, con cierto control, para salir por ahí, pero el caso de Medusa resultó ser diferente. La directora no estaba por la labor de dejar salir sola a una chica que era, a todos los efectos,ciega.

Medusa me lo pidió y me lo suplicó, me dijo que no se irían muy lejos, y que su novia cuidaría de ella. Lo cierto es que eso sí que lo entendí. No podía ser que una sola de nuestras alumnas tuviera menos derechos que las demás, teniendo en cuenta la enorme diversidad con la que siempre habíamos trabajado. 

Le di vueltas al asunto y al final di con una solución. Con un hechizo localizador, Medusa podría salir libremente, y podríamos encontrarla si se perdiera. A la directora le pareció bien y a Medusa también. Al principio.

Dos días después volvió a presentarse en mi despacho, llorando. Llevaba un vestido corto y se había maquillado. Ese era el día en que iba a salir con su novia. Y aún así estaba ahí, llorando llorando en su despacho. En cierto modo lo entendía. Esa chica era distinta las demás, tenía un problema y no habíamos sabido lidiar con él, pese a que era, claramente, su responsabilidad. Mientras esa chica estuviera allí no iba a poder ser feliz y era nuestra culpa. Qué desastre.

Sin embargo, cuando le pregunté por qué lloraba, no pude evitar echarme a reír. No podía ser. Tanto tiempo dándole vueltas a su problema, durante meses, sin darse cuenta de que esa chica era una niña, y sus necesidades eran realmente sencillas. Y que, sin saberlo, ella siempre había tenido la solución a su problema. Porque lo que hacía llorar a Medusa no era su ceguera, ni sus miedos, ni verse distinta a sus compañeros. Lo que hacía llorar a Medusa es que nadie le había puesto un espejo en su habitación.

Un espejo. Menuda tontería. Ni siquiera había pensado que pudiera mirarse al espejo, ni siquiera había pensado que no era ciega realmente. Le ofrecí usar el mío, claro, no quería ser yo quien estropease su cita. Lo cierto es que estaba realmente a favor de esa relación, las dos chicas me caían realmente bien.

Medusa tenía unos ojos realmente bonitos. Eran verdes, brillantes, con motas negras. Al principio noté que les afectaba la luz, pero en seguida reflejaron la luz y la vitalidad que reflejan los ojos de todos los adolescentes. Nunca creí que los fuera a ver. Casi fue decepcionante cuando se los volvió a tapar y se fue, a toda prisa, dejando caer un diminuto “gracias”.

Durante todos mis años como profesor he aprendido muchísimo de los alumnos, y con Medusa no era diferente. Me sentí casi cambiado. Hablé inmediatamente con la directora para explicarle mi plan con los espejos para mejorar la estancia de Medusa allí y quedó casi tan sorprendida como yo. Era una sorpresa extraña, casi obvia, como si la respuesta hubiera estado delante de nosotros todo el tiempo.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Las ninfas

Dibujo

Tuve la suerte, hace años, de ser invitado a un evento irrepetible, gracias a mi faceta como entomólogo y mis años de investigación. Tras dedicar muchísimas horas a la observación, estudio y categorización de los hábitos y costumbres de todos los insectos del bosque de Tempaniebla, recibí la visita de unas criaturas que escapaban de las posibilidades a las que me limitaba mi imaginación.


Las ninfas, así me dijeron que los humanos las habían llamado, poco o nada tienen que ver con las múltiples representaciones que de ellas hemos hecho a lo largo de la historia. De hecho, si no fuera porque ellas mismas me confirmaron que pertenecían a una misma comunidad, ni toda mi experiencia como científico me hubiera llevado como una misma especie.


Son criaturas realmente excepcionales, de todos los colores y tamaños, con aspectos diversos y todos ellos hermosos. Cada una de ellas nace y vive con el sino fundamental de proteger el equilibrio del bosque. Algunas, las más altas y robustas, se encargan de que los árboles crezcan grandes y fuertes, y otras, que perfectamente me cabrían en la mano, se encargan de llenar de hojas cada rama.


Existen unas que caminan a cuatro patas y casi todo su cuerpo está cubierto de pelo, y son las encargadas de cuidar de los animales, darles cobijo cuando hay mal tiempo y llevarles hasta la comida cuando tienen hambre; mientras que otras, que viven en las ramas y nunca bajan de ahí, dedican su vida a enseñar a volar a los polluelos de los nidos y a darles el valor para saltar cuando llega el momento.


Cuando las ninfas se mostraron ante mí, lo hicieron con un interés muy concreto, fruto de los meses que habían dedicado a estudiarme mientras yo creía ser el científico. Buscaban información. Recientemente, una de sus compañeras había fallecido en el ejercicio de su deber. La última ninfa de los insectos. Y necesitaban mis conocimientos para dar vida a la siguiente de las ninfas.


Por supuesto que le presté mi ayuda y les otorgué todos mis bastos conocimientos. En ese momento no sabía muy bien qué iban a hacer con ellos, pero no tardé en descubrir que la magia de las ninfas actúa de una forma continua y natural, dando forma y respuesta a sus pensamientos de maneras a veces poco precisas.


Y así fue como llegó el día en que asistí al nacimiento de una ninfa. Los pensamientos de todas sus compañeras habían dado lugar a un capullo parecido al que hacen los gusanos de seda. Habían sido meses de estudio y enseñanzas que por fin darían lugar a una nueva y hermosa criatura.


No seré aventurado si digo que no era el único que estaba expectante. Nunca había visto a las ninfas tan calladas como aquel día. Nunca he llegado a saber si realmente viven con emoción ese momento de forma habitual, o sí estaban más nerviosas por haber creado por primera vez el fruto de los pensamientos de un humano.


Tuvimos que pasar varias horas mirando el capullo hasta que pasó algo. Una leve vibración, un sonido agudo y recurrente, golpeaba el capullo desde dentro. Algunas fibras que lo formaban empezaron a abultarse y a separarse en torno a un cuerpo oscuro que empujaba desde su interior. Y lo que salió de allí era la criatura más horrorosa que he visto jamás.


Debía ser del tamaño de una cabeza humana, con tres pares de patas peludas y dos pares de alas translúcidas en la espalda. Su cabeza era negra y estaba formada en gran medida por unos enormes ojos compuestos por centenares de ocelos rojizos y un corto probóscide que debía hacerle de boca. Y a su alrededor, una brillantísima melena rubia le colgaba desde la cabeza hasta por debajo de los pies.


Al principio, cuando la criatura miró a su alrededor, confusa, y dio sus primeros aleteos, debo confesar que estaba un poco asustado. ¿Y si mi mente, humanamente perversa, había creado una criatura terrible y maligna que ni las ninfas habían sido capaces de predecir?


Sin embargo, las ninfas, tras el primer vuelo de esa criatura, estallaron en una ovación y corrieron, saltaron y volaron a abrazarla. Y la criatura, contra todo mi pronóstico, recibió ese abrazo con una emoción y alegría que no estoy seguro de que fuese todavía capaz de comprender.


Con su magia, las ninfas le crearon un vestido y le llenaron el pelo de flores y la llevaron al centro del bosque para celebrar un gran festejo por la llegada de su nueva compañera. Una criatura rara e imperfecta pero, visto en perspectiva, muy parecida a todas las demás. Dedicaría su vida a cuidar de los insectos del bosque y a protegerlos de los peligros del exterior bajo el nombre por el que esa misma noche fue bautizada: Moscardia.


Nunca más volví a ver a las ninfas. Fueron amables conmigo, pero mi presencia no dejaba de resultar un peligro, así que a la mañana siguiente simplemente habían desaparecido. Yo sigo con mi trabajo, claro, pero ahora veo las cosas de otra manera. Observo, estudio y categorizo los insectos, como siempre he hecho. Pero ahora trato de usar esos conocimientos para cuidarlos y protegerlos. A los de este bosque y a los de todos los demás. Porque cuando por fin conoces a las ninfas, no puedes evitar convertirte en una de ellas.