martes, 6 de octubre de 2020

El Asesino de la Azada

     Las víctimas que el Asesino de la Azada dejaba a su paso siempre eran fáciles de identificar: todas sus lesiones, amputaciones y mutilaciones estaban causadas por una misma azada labriega sin apenas afilar. La Guardia Civil había descubierto muchas cosas sobre él a través de los cuerpos descuartizados que dejaba a su paso. Sabían que tenía que ser un hombre fuerte, para clavar con esa decisión la azada; y de unos ciento ochenta y cinco centímetros de altura, según el ángulo con que los cortes penetraban en las víctimas. Sabían que era de origen rural por los conocimientos que había demostrado tener sobre la maquinaria agrícola que utilizaba de imaginativas formas a la hora de perpetrar sus matanzas, y probablemente de Castilla la Mancha, a lo largo y ancho de la cual se distribuían todos los cadáveres que habían sido encontrados.

domingo, 10 de mayo de 2020

Cuentos de Cuarentena 3 - Mi cita con un fantasma

Iré al grano: creo que estoy profunda y absolutamente enamorado del fantasma que habita mi casa. Escribo esto principalmente para ordenar mis ideas, porque nunca creí que pudiera estar sintiendo mariposas en el estómago y dando saltos de emoción en mi habitación por culpa de una entidad sobrenatural etérea. 


La historia es la de siempre. Chico se muda de piso. Espíritu errante habita ese piso y quiere echarle. Una aparición en el espejo, dos sustos con un perchero y un frío que te roba hasta lo más profundo del alma fue todo lo que hizo falta para que empezáramos a llevarnos bien. Suelo tener ese poder de caer bien a los demás, pero no estaba seguro de si funcionaría también con los no-muertos.


No fue un camino fácil, tuve que averiguar que en vida se llamaba Álex, que murió a los 26 años por accidente doméstico con el secador y que su familia se fue corriendo de la casa sin saber que su espíritu aún seguía vagando por allí. Pero cuanto más averiguaba sobre su vida, más cercanos nos íbamos sintiendo.


Al principio solo percibía su frío aliento de muerte en el sofá junto a mí, cuando veía una serie o una película, que me congelaba hasta el tuétano y me producía una profunda angustia. Después, empezamos a tener pequeños juegos en los que Álex me escondía cosas y yo tenía que buscarlas por la casa, e incluso ideé un sistema espiritual basado en la ouija para poder jugar juntos al ajedrez o al monopoly. Lo que peor llevo es que juega realmente bien, pero me ha estado haciendo mucha compañía durante esta cuarentena.


A veces, jugando a las cartas, noto su fría mano rozando la mía, y siento un escalofrío por todo mi cuerpo, posiblemente causado por la diferencia ectoplasmática, pero no por ello menos inquietante. En otras ocasiones me deja dibujos en el vaho del espejo cuando salgo de la ducha, o siento su glacial esencia mirándome mientras intento dormir. 


Sin embargo, es ahora cuando sé que estamos realmente unidos. Ayer-utilizando tres cuerdas, un vaso, un teclado y una antena de televisión-conseguimos tener algo parecido a una conversación. Álex me habló de su niñez y su adolescencia, y me habló, con toda la timidez que se le puede atribuir a un espíritu, de que en el mundo de los muertos el género ya no significaba nada, pero que cuando vivía era no binario y que prefería que me refiriera a elle sin marcadores de género.

Por supuesto que le dije que lo haría y que sentía si le había hecho sentir mal. Pero lo que me ha hecho darme cuenta de todo esto, de lo que siento realmente, no ha sido la sonrisa que se me quedó después de que habláramos, ni las ganas que tengo de volver a hacerlo, sino que llevo toda la mañana buscando información sobre las personas de género no binario para hacer sentir a Álex lo mejor posible.


Quiero sorprenderle, hacer algo especial por elle antes de decirle todo lo que siento, ¿pero cómo se sorprende a un espíritu? Afortunadamente suele aparecerse por la noche, así que tengo toda la mañana para averiguarlo. Y, por suerte, no tardo en hacerlo.


Voy a hacerlo bien, como se debe, cara a cara. Y para eso, necesito transportar todos los espejos de mi casa a una misma habitación. Dos de ellos los puedo descolgar fácilmente y arrastrarlos hasta el salón. Para llevar el tercero tengo que quitar la mampara de la ducha y para el cuarto arrastro un armario desproporcionadamente grande hasta el salón. También pongo un par de espejos pequeños cerrando el círculo. Acabo agotado y cuando ya es casi de noche, pero Álex lo merece. Llevo todo el día ensayando mentalmente lo que voy a decir cuando le vea, pero cuanto más se acerca el momento, me acuerdo de menos palabras, no se si voy a ser capaz de articular ni una, estoy muy nervioso.


Cuando por fin termina de anochecer me duele el estómago, me sudan las manos y me tiemblan los pies. Aún así, llevo a cabo mi ritual habitual para facilitar la presencia de Álex en el mundo terrenal, apagando las luces y encendiendo todos los aparatos eléctricos. Normalmente le sirven para catalizar mejor su presencia ectoplásmica. Después, me encierro en el círculo de espejos que he pasado todo el día haciendo y me siento ahí a esperar.


Pasan aproximadamente unos cuarenta y cinco minutos hasta que el microondas empieza a funcionar sólo. Después lo hacen la caldera, el ordenador y finalmente es la televisión la que empieza a cambiarse a sí misma los canales. En algunas ocasiones, con mucho esfuerzo, Álex consigue decirme algo a través de los diálogos que hay en los diferentes canales, pero esta noche no es el caso.

sábado, 9 de mayo de 2020

Cuentos de Cuarentena 2 - Dos historias del Subsuelo

Mi abuelo siempre me contaba historias de la Superficie. Antes del cataclismo, antes del virus y antes de todo aquello que cuentan las leyendas. Me solía contar que cuando todo pasó no pensaron en ellos, nunca nadie se acordó de los Suburbios y que los que estaban aquí abajo se quedaron atrapados y tuvieron que arreglárselas para sobrevivir. Ahora que él ya no está, lo que estoy a punto de hacer lo hago por él.


He recorrido todos el Subsuelo portando sus cenizas, recordando las historias que me contaba él del viaje que hizo hacia nuestro hogar. Ahora regreso a su punto de partida, porque si lo que me contó es cierto, el mundo está a punto de cambiar y ocurrirá en la esquina más sucia recóndita de todos los suburbios: el Distrito 11.


Cuando mi abuelo quedó atrapado lo hizo allí, en el Distrito 11 donde trabajaba. Siempre nos hablaba del miedo, de la oscuridad y del hambre, de cómo vagó entre saqueadores y caníbales. De cómo conoció a mi abuela en los túneles del Distrito 3. Cómo tuvieron que huir de la locura del Distrito 6. Y de cómo consiguieron al final encontrar un hogar en uno de los cargueros del Distrito 3. Siempre hablaba emocionado del día en que pudiéramos volver a ver la luz del Sol. De cómo esa luz no tenía nada que ver con la que daban los generadores. Del calor y el sudor y el viento en la cara y en el pelo, del polvo y la lluvia y olor del pan y el de un cómic nuevo. Los cómics, siempre nos hablaba de los cómics y los libros y la televisión. Siempre soñaba con un mundo perdido, que nos había olvidado. Y ahora está muerto, con la certeza de que su mundo le había abandonado para siempre.

sábado, 11 de abril de 2020

Cuentos de Cuarentena 1 - Autobús

  Hoy, como todos los días a las ocho, hemos salido toda mi familia al balcón a aplaudir. Es una sensación, la de todos los días a las ocho, extraña. Se suele escuchar a mucha gente aplaudir, gritar, silbar e incluso tocar una trompeta, pero nunca, jamás, veo a nadie desde mi balcón. Sus aplausos resuenan a mi alrededor como espíritus invisibles y nostálgicos que, tras su rutinaria fanfarria, regresan al mundo de los muertos y dejan de existir. Yo vuelvo a entrar en mi casa y ese leve contacto con mis vecinos se va difuminando poco a poco hasta desaparecer del espejo de mi mente como un vapor onírico. Todos los días a las ocho.

Pero hoy no, hoy ha sido algo distinto. Una ridiculez, en realidad. Mientras resonaban esos duendes invisibles al compás de nuestras manos pasaba un autobús por la calle y ha empezado a hacer sonar el claxon. Eso ha parecido alegrar al público que aplaudía por las ventanas, que han proseguido con más fuerza que nunca, quizá alentados por ese leve cambio en su rutina habitual. Pero lo cierto es que, pese a que para mí también ha sido un cambio agradable, tampoco he visto al conductor.

No he visto al conductor. Y lo más probable es que estuviera ahí dentro, en su cabina, conduciendo y pitando. Pero no le he visto. Ni la cara, ni los ojos, ni las manos. Solo un monstruo gigante y azul gritando desbocado a través de la calle, perdido, asustado por las palmadas y los silbidos, huyendo a esconderse.

Es posible que el conductor del bus haya desaparecido también, al igual que todos mis vecinos. Que solo sea un espectro más, armando escándalo a las ocho en el mundo de los vivo. Que recorra en su fortaleza móvil la ciudad, recogiendo a los pocos pasajeros que quedan ya en las calles para hacerles también desaparecer, para convertirles en un eco sordo en forma de aplausos que reverberan impotentes todos los días a las ocho.

Puede que el conductor muriera en un accidente, hace pocos días, durante la cuarentena. Puede que hubiera una discusión en el bus, entre dos pasajeros o puede que simplemente no hubiera dormido bien esa noche. Y puede que desde entonces vague sin descanso repitiendo eternamente la tarea que nunca pudo acabar.

También podría ser algo más maligno, más terrible. Un monstruo que nos arrastra con sus gritos, que nos arranca el alma y los pensamientos, que se lleva nuestros aplausos para alimentarse con ellos un poco más. Un demonio que adopta formas cotidianas para separarnos absorber nuestra normalidad y dejarnos cada día más vacíos. Que recorre las calles como un leviatán, libre ahora que nadie puede frenarle.

Pero lo cierto es que he pensado cosas peores. Desde que he vuelto a sentarme en mi habitación no estoy seguro ni siquiera de haber visto el autobús, de haberlo escuchado. No estoy seguro de haber visto nunca ningún autobús, ni a ninguno de sus conductores. No estoy seguro de que mis pensamientos ni mis recuerdos sean reales. Y tampoco se si puedo culpar a ese mal azul que ha invadido mi mente y no sale de ella; o se trata de algo anterior. Alguien podría haber estado jugando con mis recuerdos, con mis ideas desde hace mucho tiempo. Quizás solo creo que estoy encerrado en mi casa por una pandemia cuando la realidad es que formo parte de un experimento desde hace años. Quizás ni siquiera haga tantos años, quizás nací cuando empezó la pandemia. Quizás nací ayer. Quizás acabo de nacer.

No sé quién soy, ni quién fui. No se si muero a cada segundo para volver a nacer en el siguiente o realmente solo llevo vivo un instante. A veces no puedo pensar o puede que esta sea la primera vez que lo hago. Quizás aún tengo que practicar. Quizás deje de existir antes de poder hacerlo. Quizás vuelva a nacer y tenga que empezar desde el principio.

O quizás solo fuera un autobús, conducido por una persona. Puede que mis vecinos salgan todos los días a las ocho a aplaudir. Y podría llevar vivo mucho tiempo y aún así seguir naciendo a cada segundo.

jueves, 16 de enero de 2020

El fantasma de la ducha

Creo firme y rotundamente que hay un fantasma viviendo en mi ducha. No tengo dudas, pese a la insistencia de mi familia en que lo que yo entiendo que son lamentos y sollozos, no se trata más que del siniestro eco del agua caliente recorriendo su camino hasta el grifo. Están equivocados, claro. Y no es sólo que mi investigación sobre la casa en la que ahora vivimos me haya llevado a concluir que el anterior residente murió en extrañas circunstancias en su interior. Tampoco tiene que ver con el resto de fenómenos paranormales que he registrado durante los meses que llevamos viviendo aquí, tales como desplazamientos insólitos, caídas inverosímiles y cierres de puertas sonoros. No, la razón inequívoca de la presencia de tal espectro en mi baño soy yo. No tengo dudas de su presencia en mi hogar, en mi baño, porque cada vez que entro a ducharme y escucho su lamento recorrer el metal de las cañerías, todo mi cuerpo se torna en tristeza y empiezo a llorar sin consuelo.


No es pena ni empatía lo que siento cuando el agua cae sobre mí. Es como si otra persona estuviera utilizando mi cuerpo, mis ojos para derramar unas lágrimas que no son suyas, arrebatándome mi propio derecho a estar triste. En ocasiones, es tan fuerte la desdicha que me consume que pierdo incluso la fuerza de mis piernas y no puedo sino acurrucarme en el suelo, esperando a que acabe el episodio sobrenatural que me rodea.


Cuando estos episodios acontecen, mi cuerpo se ve vaciado de energía durante el resto del día, como si la sombra fantasmagórica de esa etérea criatura se quedara conmigo, torturándome, despojándome por completo de toda fuerza, hasta para levantarme de la cama. Hay ocasiones en las que permanezco inmóvil, casi inconsciente, durante horas. El tiempo se desdibuja como una acuarela derramada sobre un lienzo, deforme e incomprensible, y ni siquiera lo veo pasar. 


Todo se distorsiona cuando me encuentro bajo su influjo. Esta esencia inhumana me roba el tiempo y la identidad. Olvido en muchas ocasiones quiénes son los que me rodean e incluso quién soy yo. Olvido el hambre y la sed y simplemente permanezco, como un cuerpo sin alma, como si el monstruo arrastrara mi propia sustancia a su mundo sin forma para quedarse con mi carne.


Con el tiempo, y solo cuando la criatura lo decide, consigo recuperar mi cuerpo, mi vida, mi mundo. Y sigo adelante. Suelen ser periodos prolongados, de días e incluso semanas. Al principio camino con miedo, prevenido de lo que me pueda pasar. Alguna vez he tratado incluso de evitar ducharme, pero es inútil. Pese a que es ahí donde el fastasma suele poseerme, no duda en ir a buscarme a otro lugar de la casa si es necesario. 


En los ratos buenos he tratado de pensar en varias posibilidades con las que deshacerme de este espíritu invasor. Algunas de las más cinematográficas -exorcismos, protecciones de sal, enfrentamientos psíquicos- no han sido más que meras fantasías de poder, fútiles, sí, pero de gran valor para poder evadirme y soñar con ser libre en algún momento. Porque todas las demás han resultado en un fracaso absoluto. Por supuesto, en internet no existe información veraz, ni mucho menos útil, sobre espíritus ni el más allá. Apenas he podido encontrar investigación al respecto, y las que hay parecen ser poco más que un cúmulo interminable de ideas infundadas en las que, si intentas tirar del hilo y llegar al fondo de su construcción, te toparas una y otra vez con una serie de ideas básicas que no parecen surgir de ningún lado. Y ni siquiera haciendo un salto de fe, esa información parece haberme servido para nada en absoluto.


Es por ello que he intentado comunicarme con la criatura de otras maneras.La meditación y la introspección parecen acercarme a ella de maneras extrañas, como si cuando la busco en mi interior me rehuyera, pero siempre a una distancia prudencial, sin perderme de vista, sin dejar de tener el control. Siempre con una mano sobre mi hombro. Esto no ha servido para que establezcamos una comunicación de ningún tipo, pero me ha servido para aprender más sobre la esencia que gobierna mi vida.


No lleva aquí tanto tiempo como he creído todo este tiempo. Es un ente sin hogar, como una hormiga reina al principio de la primavera, ha decidido anidar en mi interior y alimentarse de mi alma. Está enquistado en mi interior y por mucho que me he abierto no he conseguido extraerlo. Nunca puedo luchar durante los episodios, pero cuando están empezando… Lo he intentado todo, hasta casi mi propia autodestrucción. No quiero morir. Pero no se si quiero vivir con eso dentro. Cada vez peso menos. No quiero alimentarlo con mi comida, no quiero hacerlo más grande en mi interior. No quiero que su esencia irregular, duende sin forma, infecte a los que me rodean. Cada vez les veo menos, cada vez reconozco peor sus caras. El espacio entre los episodios se reduce cada vez que suceden y el mundo cada vez existe un poco menos. Me voy acordando cada vez de menos, y a su vez, voy recordando más. Siento como este ser emponzoña mi mente y se adueña de mis recuerdos, hilándolos a su imagen, a su carencia de forma y control, a su color translúcido. No sé muy bien qué es real y qué no. Y la mayoría de veces ni siquiera me importa.


Me olvido de quién soy y solo floto entre una niebla sin mundo, un mar de pensamientos vacíos, arrebatados e inservibles, sin tiempo ni espacio, ni sentidos. Dejo de existir, dejo de ser y abandono mi forma en pos de una entidad que ni siquiera comprendo. No quiere usar mi cuerpo ni mi mente, no quiere nada. No quiere. No siente. No existe. No es nada, y quiere convertirme en nada. 


Estoy en la ducha. El agua cae sobre mi cabeza, recorre mis hombros, mi espalda. La criatura ya no necesita el agua para entrar dentro de mí, pero aún así la siento en todos los rincones de mi piel, deslizándose por mis poros hacia mi interior. Su lamento resuena en mi interior con tanta fuerza que me abre la boca y me obliga a liberarlo. El eco de las cañerías se parece más al agua recorriendo su interior esta vez. ¿O acaso esta es la primera vez? No recuerdo muy bien si he estado antes en esta ducha. No se si mis recuerdos son reales o han sido creados por esa cosa que habita en mí. En las raíces que salen que atraviesan mi corazón y se nutren de mi sangre. No se si el agua está fría o caliente, no se de qué color son los azulejos que me rodean, ni si la ducha tiene mampara o cortina. Solo estoy yo, en el suelo de la ducha. No se si sigo en mi cuerpo o en el de otra persona. Huele a sangre y pis. Se que he llorado, que todo me duele. Pero hasta el dolor es mejor que no sentir nada.


Me arrastro hasta fuera de la ducha. Ni siquiera se por qué lo hago, como una marioneta que se ve abocada a actuar según los designios de unos hilos invisibles. Sé que hay gente fuera de la ducha. Me hablan, me tocan. Pero no los veo, ni los oigo, ni los siento. Son como fantasmas que habitan una dimensión distinta a la mía. Sombras de un mundo del que ya no formo parte. Todos salvo uno. Hay un cuerpo que reconozco con claridad. Y él también me reconoce a mí. Sé que le he odiado con todas mis fuerzas, que he deseado desde lo más profundo de mi ser su muerte, su destrucción y su inexistencia. Pero ya no siento nada de eso. En mi cabeza solo chocan débiles ecos de los sentimientos que una vez pude experimentar. Ya no hay sitio para ellos. Solo hay raíces.


Me mira y le miro. Me sujeta del pelo y me pone en pie. Mis piernas apenas me sostienen y mis ojos siguen sin ser capaces de verle. Pero mis manos si que funcionan. Se que he sujetado su cuello. Pero no se si lo estoy haciendo ahora o lo hice hace tiempo. Se que he dejado de odiarle, pero no recuerdo cuando. Porque ya no hay nada. Ya no veo a nadie. Ya no siento a nadie. Ya no me siento. Solo existe en el mundo un espejo, sucio y empañado. La puerta a un mundo sin forma y sin sentido. Un reflejo del mundo en el que una vez estuvo mi cuerpo. 


Hay agua cayendo y una forma que se tambalea frente al cristal. Una forma que me espera, paciente. Que lleva esperando desde que salí de la ducha. Si es que alguna vez lo hice.


Tengo fuerzas para algo más. Solo para algo más. Y ni siquiera lo pienso porque en mi cabeza ya no resuenan más que unas palabras que apenas comprendo, de una voz que jamás he escuchado; pero hago el mayor esfuerzo que he hecho nunca. Dirijo todas mis fuerzas, mis últimas ideas y pensamientos y llevo a cabo el acto más automático que puedo hacer: limpio el vapor que hay sobre el cristal.


Es solo un instante, la más mínima fracción de tiempo que se puede denominar como tal, la reducción mínima de toda idea de temporalidad se convierte para mí en una eternidad ante mis ojos, que me sujeta al mundo el tiempo para verlo. Para mirar lo que hay detrás del espejo, lo que hay detrás del deforme mundo de niebla en el que habito; para contemplar una última vez las formas que dan lugar a mi mundo de sombras. 


Y ahí, frente a mí, en el reflejo, veo por primera vez al verdadero fantasma.