sábado, 9 de mayo de 2020

Cuentos de Cuarentena 2 - Dos historias del Subsuelo

Mi abuelo siempre me contaba historias de la Superficie. Antes del cataclismo, antes del virus y antes de todo aquello que cuentan las leyendas. Me solía contar que cuando todo pasó no pensaron en ellos, nunca nadie se acordó de los Suburbios y que los que estaban aquí abajo se quedaron atrapados y tuvieron que arreglárselas para sobrevivir. Ahora que él ya no está, lo que estoy a punto de hacer lo hago por él.


He recorrido todos el Subsuelo portando sus cenizas, recordando las historias que me contaba él del viaje que hizo hacia nuestro hogar. Ahora regreso a su punto de partida, porque si lo que me contó es cierto, el mundo está a punto de cambiar y ocurrirá en la esquina más sucia recóndita de todos los suburbios: el Distrito 11.


Cuando mi abuelo quedó atrapado lo hizo allí, en el Distrito 11 donde trabajaba. Siempre nos hablaba del miedo, de la oscuridad y del hambre, de cómo vagó entre saqueadores y caníbales. De cómo conoció a mi abuela en los túneles del Distrito 3. Cómo tuvieron que huir de la locura del Distrito 6. Y de cómo consiguieron al final encontrar un hogar en uno de los cargueros del Distrito 3. Siempre hablaba emocionado del día en que pudiéramos volver a ver la luz del Sol. De cómo esa luz no tenía nada que ver con la que daban los generadores. Del calor y el sudor y el viento en la cara y en el pelo, del polvo y la lluvia y olor del pan y el de un cómic nuevo. Los cómics, siempre nos hablaba de los cómics y los libros y la televisión. Siempre soñaba con un mundo perdido, que nos había olvidado. Y ahora está muerto, con la certeza de que su mundo le había abandonado para siempre.


Hago esto porque se lo debo. A él y a todos los que fuimos abandonados aquí abajo. No soy el único que ha emprendido con este cometido. Hermana me acompañó desde el primer día. Perdimos a nuestros padres hace tiempo y ya no nos quedaba nada en el Distrito 7. El pobre y pequeño Distrito 7, siempre acogedor, siempre subyugado. Los séptimos siempre estuvimos protegidos por el Gran Patrón del Subsuelo, señor del Distrito 5 y protector del Distrito 7. 


Mi abuelo me contó que cuando él llegó aquí, su familia ya se había hecho con el control del Distrito 5 y por tanto de la única frontera del Distrito 7. Todos los séptimos tenemos que rendirle culto y vasallaje, y ser marcados con un tatuaje anaranjado que nos recuerda gracias a quién podemos vivir en paz y a quién pertenecemos.


Atravesar la frontera fue fácil, realmente no es un punto muy protegido, no le hace falta, pues tras ella se extiende un larguísimo Distrito 5 que ejerce en sí mismo como infranqueable frontera. Por ello, solo necesitamos mi labia y un poco de la mercancía que Hermana sintetizaba con el motor del carguero en el que vivíamos para convencer a los guardias de que podíamos pasar. Tras entrar, solo podíamos confiar en las palabras del abuelo.


En algún momento le dije a Hermana que el Distrito 5 era el más repugnante de todos los que hemos atravesado. Y en su interior no hay asesinos, ni locos, ni caníbales, no. Porque las autoridades se encargan de distribuirlos por el resto de zonas. Según mi abuelo, los habitantes del Distrito 5 se hicieron pronto con el control de la mayoría de los generadores y eso les otorgó un gran poder estratégico sobre el resto de Distritos. Avasallaron a aquellos que les juraron lealtad y diezmaron a los que no.


Después de conocer la realidad del Distrito 7, después de ver a niños pidiendo en las calles y a ancianos sin nada más que ratas para llevarse a la boca, por supuesto que solo sentí náuseas al recorrer las animadas calles del Distrito 5. Mis padres y mis abuelos pasaron años produciendo energía para recibir apenas un plato de comida al día, mientras que sus dueños se aprovechaban de este trabajo para repartirse los generadores entre ellos. Tuve retener a Hermana para que no se liara a gritos cuando nos encontramos con los primeros cargueros unifamiliares


Teníamos que ser discretos para tener éxito, nadie podía fijarse en nosotros ni ver nuestras marcas. Según el abuelo, si todo seguía igual, la zona de venta; muy cercana al Distrito 7, debería haber un atajo de salida hacia el Distrito 2. Hasta los más ricos tienen sus desagües, y ese era el del Distrito 5. Los quintos arrojaban allí toda la basura que les sobraba: chatarra, cuerpos muertos, locos y saqueadores detenidos por la guardia fronteriza, todos iban a parar al gran desagüe del Distrito 2. Exactamente como haríamos nosotros.


Según el abuelo, en su época vivía por allí una familia de comerciantes que habían encontrado una brecha en este desagüe y ayudaba a los viajeros a cruzar la frontera, por un módico precio. También nos contó que durante toda su vida había ido atesorando algunos objetos de valor que nos servirían cuando pudiéramos volver a la superficie. No había rastro de esa familia en el lugar que nos indicó.


En su lugar había una carpa, incrustada en la pared del túnel, en cuyo interior echaba las cartas un tahúr que no dudó en aceptar las reliquias que había aucmulado el abuelo a cambio de permitirnos inspeccionar su local. Efectivamente en la zona trasera del establecimiento, la tierra excavada hacía contacto con el metal que formaba los túneles del Distrito 2, pero alguien, seguramente la guardia fronteriza, había sellado la fisura. Por suerte, Hermana siempre había sido buena con las herramientas. Y de nuevo, tuve que utilizar muy bien mi lengua para que ese tramposo no nos denunciara a la guardia.


El Distrito 2 es completamente distinto a cualquier otra cosa que haya visto hasta ahora. El abuelo nunca me lo describió así. Él siempre decía que era un lugar prácticamente deshabitado, olvidado por cualquiera que no estuviera huyendo de algo. Pero ya no, claro que no.


Hermana y yo caímos por el túnel de deshechos hasta una fosa séptica en la que un agua hedionda nos llegaba hasta las rodillas. Y eso no fue ni por asomo lo más repulsivo. Durante la caída me había golpeado con un objeto metálico que mi Hermana no tardó en iluminar para comprobar si podía aprovecharse. Solo con contemplar aquella imagen me eché a vomitar. Una caja metálica llena de cadáveres, posiblemente de saqueadores presos por la Guardia. Y lo peor de todo: estaba abierta desde fuera.


Sobre los horrores que vivimos a lo largo de nuestra tavesía por el Distrito 2 no me excederé en esta narración. Allí abajo, en la oscuridad, ningún hombre puede habitar sin convertirse en un monstruo. Como zombies ciegos, los segundos cazan y acechan a todo aquel que se mueve por las sombras. Afortunadamente nosotros teníamos un guía.


Fue a los pocos minutos de salir de la fosa por un túnel de tierra para salir a lo que algún día debió ser la calle central del distrito. Estaba prácticamente derruido y los cargueros eran apenas un montón de piezas metálicas sueltas. Hermana insistió en inspeccionarlos por si quedara algo de valor que pudiéramos utilizar. Por supuesto que no debimos hacerlo.


La forma en que conocimos a Perdido fue, como poco, problemática. Su jaula trampa era rudimentaria, pero sirvió para atraparnos en cuanto entramos a los restos del carguero. A duras penas pudimos sujetar su lanza, con la que trataba de ensartarnos, durante el tiempo justo para dar con las palabras necesarias: la verdad.


La mera posibilidad de llegar a la Superficie pareció cambiar su rostro por completo en un segundo, como si una luz inexistente lo iluminara por primera vez desde hacía muchos años. Sus dientes mugrientos se encontraron para formar una sonrisa y su mano se extendió hacia nosotros con la palma hacia arriba. 


Perdido conocía realmente los túneles por los que nadie pasaba. Transitaba sin miedo ni duda los caminos que nadie veía y nos guió rápidamente hasta nuestro siguiente destino: el Distrito 3.


Fue allí donde el abuelo conoció a la abuela. Él lo definió como un campo de refugiados, donde se acumulaban sin control decenas de personas sin ningún lugar al que ir hasta que el Gran Patrón abrió las puertas del Distrito 5. Una vez más, la realidad no se parecía en nada a las historias del abuelo.


Nada más acceder por la trampilla nos encontramos en medio de un campo de batalla. Pistolas de clavos se enfrentaban a armas de fuego y lanzallamas sobre nuestras cabezas. Una de las combatientes no pudo creerse que estuviéramos entrando por ahí, al parecer nadie lo había hecho en años. Prácticamente nos arrastró hasta una trinchera y nos dijo que nos quedáramos allí. Pero no sirvió de nada, en seguida una fuerte explosión hizo volar la trinchera por los aires y quedé inconsciente.


Cuando me desperté no podía mover un brazo ni ver por un ojo. Hermana dice que en realidad perdí muchas otras cosas en esa explosión, pero nunca he tenido claro a qué se refería. Lo cierto es ella que no tardó en llevarse bien con Soldado, la mujer que nos había rescatado.


Al parecer formaban parte de una fuerza rebelde que luchaba contra la supremacía del Gran Patrón. Tras vaciarse el Distrito 3, otro gran cacique se había hecho con el control de la zona, pero fue rápidamente asesinado por los guerrilleros, dando lugar a una gran inestabilidad política en la zona. Se estableció un gobierno comunitario para mantener el orden y asegurar el bienestar de los habitantes, pero la falta de recursos y los ataques constantes del Distrito 5 debilitaban enormemente al poder político. Los guerrilleros, marcados con una banda amarilla en el brazo, eran los únicos que se interponían en su avance.


Los terceros y los quintos llevaban una generación entera en guerra. Una batalla constante que casi había diezmado a unos, pero cuyas explosiones ni siquiera se escuchaban para los otros. Aunque ni siquiera esa vida de miseria y desesperación era inmune a las esperanzas que otorgaba nuestra historia. Soldado no creía que ninguna historia de las de mi abuelo fuera real, pero aún así su rostro cambió como lo había hecho el de Perdido.


Mi hermana insistió en que nos quedarámos allí un tiempo, hasta que mi cuerpo se recuperara. Ella parecía cómoda allí, rodeada de cosas que necesitaban ser reparadas, junto a aquella mujer. Pero no podíamos. Yo no podía. Tenía que llegar al exterior. Tenía que llevar las cenizas de mi abuelo a la luz del sol.


Mi primer y único intento de huída fue fácilmente frustrado, aunque sirvió para que Hermana entendiera que no me iba a quedar allí, por muy maltrecho que estuviera. No había plan a partir de ese punto, no había estrategia ni certezas. Pero no podía parar. Ya no.


Soldado decidió acompañarnos junto a un grupo de guerrilleros voluntarios hasta los límites del Distrito 3. Era el camino más largo que habíamos recorrido hasta entonces y el menos alentador de concluir. Cada paso por los túneles del Distrito 3 era un peligro aún mayor que el de los locos o los caníbales de los que todo el mundo hablaba. Vimos morir a tres personas en una explosión y a otra más atravesada por un clavo. Vi como el rostro de Hermana se tornaba poco a poco hasta un semblante errático, anodino y hueco. Durante las horas de viaje su mirada se iba endureciendo, y durante las paradas Soldado le ayudaba a descansar.


Yo, por mi parte, me mantenía impávido, como Perdido. Nuestro carácter no tenía nada que ver el uno con el otro, pero ambos eran inamovibles ante la adversidad. Nuestros pensamientos divergían hasta lo perpendicular, pero nos manteníamos unidos en un punto: la libertad. Nada era más importante que escapar de los suburbios.


Y así alcanzamos la linde del Distrito 3. La mayoría de voluntarios tomaron esa llegada como el final de nuestro camino juntos, pero unos pocos, aquellos cuyo rostro había sido alumbrado por la esperanza, decidieron permanecer con nosotros. Soldado fue una de ellos, aunque creo que sus intereses estaban más relacionados con permanecer junto a Hermana que con la causa que nos guiaba.


No puedo culpar a los que se quedaron atrás, porque las leyendas sobre el Distrito 6 eran las más terribles y tenebrosas de todo el Subsuelo. El abuelo nos contaba que él mismo huyó de allí lo más rápido posible, incluso entonces que solo era un pozo oscuro e inundado. Los primeros habitantes del Subsuelo que habitaron sus túneles trataron de escapar excavando hacia arriba con la torpe maquinaria que tenían y fracasaron. No solo provocaron un nefasto derrumbamiento que acabó con decenas de vidas y tapó multitud de túneles, sino que destruyeron todo el sistema eléctrico dejándolos en la más profunda oscuridad. Los derrumbamientos también abrieron varias fisuras en el suelo que llenaron los túneles de agua fangosa y los hicieron inhabitables. Y aún así, según las leyendas, permanecen habitados. Dicen que no existe ninguna sociedad ni estructura formada por sextos. No son cazadores ni bandidos, ni siquiera locos o caníbales. Son los hijos del suelo, nacidos y abandonados en la oscuridad. Las leyendas dicen que no tienen ojos y que su piel es tan fina que si les alumbras con una linterna podrías verles cada una de las fibras de sus músculos y el recorrido de cada una de sus venas.


En realidad, pese al miedo de todos los que me acompañaban, yo no podía estar más determinado. El recorrido que teníamos que llevar a cabo por el Distrito 6 era realmente corto, menos de un kilómetro, y por fin podríamos llegar al Distrito 11. No me importaban los monstruos, ni los fantasmas, solo el destino que nos aguardaba detrás de la oscuridad.


La entrada al Distrito 6 es especialmente complicada pues el paso original está completamente taponado. Por suerte, gracias a los equipos de nuestros compañeros del Distrito 3 pudimos descender por una pequeña sima derrumbada y encontrar un hueco entre los escombros. 


El primer contacto fue desalentador. El agua era densa y nos cubría hasta la cintura. Era difícil caminar y lo hacíamos despacio. Nos retrasó varias horas, pero eso no era lo peor. Lo peor era el olor a agua estancada y putrefacta, la sensación de estar caminando por el mismo fango de la muerte.


Cada ruido de material, cada sacudida de agua y cada carraspeo se engrandecían entre las ruinas del gran túnel del Distrito 6. Todos mis acompañantes parecían asustados y temerosos, el pobre Perdido el que más. No podía culparles, pero tampoco compartía su temor. Como si el abuelo me hablase desde sus restos, sentía su energía fluir a través de mi, otorgándome la determinación necesaria para avanzar. Y entonces empezaron los ataques.


Claramente los guerrilleros no tenían una buena preparación militar para este tipo de eventualidades. Lo que nos estaba atacando, podía sumergir a un hombre alto rápidamente bajo el agua que no volvía a salir. Tras un grito ahogado, solo quedaba una marca de sangre flotando en el agua, que no tardaba en mezclarse con el resto de fluidos estancados. Al principio intentamos huir corriendo, pero éramos presas de un cazador que se movía por el agua mucho más rápido que nosotros. 


Perdimos a otros dos guerrilleros antes de que la propia Soldado sacara del agua a aquella criatura, entre gritos. La linterna que iluminaba su rostro la mostraba fuera de sí, enseñando los dientes como un animal amenazando a la criatura que había extraído del agua y mantenía inmovilizada contra la pared. 


Lo cierto es que al verla a través del haz de una linterna, se parecía mucho menos a un monstruo de lo que las leyendas nos habían contado. Respiraba torpemente, de manera entrecortada y su pecho desnudo se movía rápidamente. Su aspecto era, en efecto, el de un ser humano bastante normal, excepto por las múltiples cicatrices y marcas que recorrían y mutilaban su anatomía. Sin embargo su rostro, por dios, su rostro era distinto. Si el abuelo hubiera visto algo así, estoy seguro de que no nos hubiera hablado nunca de la Superficie. La zona en la que debían estar sus ojos estaba quemada y cicatrizada en una masa deforme de carne que llegaba hasta su nuca. Apenas había rastro de su nariz y su boca se desdibujaba en una línea informe incapaz de expresar emoción alguna. Pero lo que estaba haciendo gritar a Soldado de ira y rabia no era nada de eso. Ella ni siquiera le estaba mirando la cara, sino la franja amarilla que le rodeaba el brazo. 


En muchas ocasiones, el Distrito 5 capturaba a soldados como presos de guerra. Nadie los volvía a ver. Soldado nos contó que suponían que los torturaban y asesinaban para obtener información, pero nunca imaginaron algo así. Ese sadismo y esos niveles de tortura no eran necesarios para ganar una guerra, sobre todo si nadie sabía de ellos. Soldado y sus compañeros eran incapaces de comprender qué sentido tenía mutilarles y arrojarles allí, aparte de para mantener a la gente fuera del Distrito 6.


La criatura no podía hablar ni vernos, pero sí que podía escucharnos, y nuestras voces le resultaron aparentemente tranquilizadoras. Su respiración se relajo e intentó tocarle la cara a Soldado despacio, con cuidado. Ella, sin miedo, cogió su mano con cuidado y la colocó en su brazo, justo donde todos tenían la marca amarilla. Como por acto reflejo, yo mismo terminé tocando mi propia marca anaranjada. No les entendía, esa marca siempre había siginificado cosas terribles para mí, un símbolo imborrable de mi yugo, mientras que ellos parecían estar orgullosos de su segregación. No pude evitar pensar que eran unos idiotas que no sabían lo que era la opresión.


Tras un rato de conexión emocional, Criatura hizo un gesto con la cabeza para indicar que las siguiéramos. No creía que tuviéramos tiempo para seguirla, pero tampoco nos estaba desviando de nuestro camino. 


Era mucho más rápida que nosotros, pero podía escuchar por donde íbamos a través del agua y paraba frecuentemente a esperarnos. Me desesperaba que estuviéramos tardando varias horas en un espacio que podríamos haber recorrido en una, pero me desesperé aún más cuando Criatura nos llevó hasta su destino.


Podíamos ver perfectamente la salida al Distrito 11. Por supuesto, de lo que alguna vez fue un túnel verdoso, ya solo quedaba una ruina inaccesible, como en todo el resto del Distrito 6. Mi angustia ante la posibilidad de no poder seguir avanzando no tardó en desaparecer cuando Criatura se sumergió bajo el agua justo frente a la salida y desapareció. Soldado fue la primera en seguirla, sin un ápice de duda. Sin lugar a dudas esa mujer estaba loca, pero tuvo suerte en aquella ocasión. Bajo ese agua repugnante había un hueco en la piedra, a través del cual se podía acceder a bolsa de aire subterránea, llena de barro y humedad.


Casi pude sentir como a todos se les paraba el corazón al entrar en la cueva. Al menos media docena de seres iguales que Criatura habitaban agazapados en su interior. Al principio se mostraron temerosos, pero el contacto con nuestro nuevo guía les calmó. Soldado y los guerrilleros comprobaron con una total angustia cómo todos presentaban la misma franja amarilla en el brazo. Sus lesiones eran desiguales, pero todas siguiendo el mismo patrón, otorgándoles una extraña sensación de falsedad, como si de ninguna manera lo que estuviéramos viendo fuese otra cosa que unos muñecos ridículos. O al menos eso me parecía a mí.


La mayoría de los guerrilleros parecían encontrarse realmente mal. Dos de ellos estaban llorando, y un tercero tuvo que darse la vuelta para vomitar. Pero lo más terrible para ellos llegó cuando una de las criaturas nos mostró un pequeño bulto que escondían de todos. Era un niño pequeño, seguramente nacido allí mismo. No estaba mutilado, pero sus ojos no parecían responder a la luz de las linternas, seguramente por la oscuridad total en la que había vivido toda su corta vida.


En realidad ese fue el primer momento en el que todo empezó a ir mal. Pese a que tras la caverna había otro túnel que quizás accediera al Distrito 11, Soldado me comunicó que no iban a avanzar más con nosotros. No querían dejar allí a sus antiguos compañeros y al resto de prisioneros que fueran a acabar allí. No me importó, no les necesitábamos más. Y todavía tenía a Hermana y Perdido. Salvo porque Hermana también me dijo que deberíamos quedarnos.


No me lo podía creer. Ella, lo único que tenía, abandonando la misión del abuelo. Desoyendo sus últimos deseos por una causa perdida y por un amor ridículo. Me dijo que estaba harta de huir de los poderosos y abandonar a los débiles en una guerra interminable. Que no podía salir a la Superficie mientras el Subsuelo siguiera subyugado. Que ese era el lugar en el que tenía que estar y donde debía terminar. Y que si yo no la acompañaba, lo terminaría sola.


Me quedé fuera de mí. Grité y golpeé la pared. ¿Por qué no lo entendía? ¿Qué sentido tenía todo este camino si no llegábamos al final? ¡Juntos! Como debería ser. Como el abuelo hubiera querido. ¿Qué importaba el sucio Subsuelo que tanto mal nos había hecho? No pude por menos que entender que estaba loca. Igual que Soldado y los guerrilleros. Que finalmente el Subsuelo la había atrapado y le había quitado toda cordura. Una víctima más de ese techo infinito que nos aplastaba a todas las ratas por igual.


Ella también me gritó, claro. Me dijo que algo estaba mal en mi cabeza si no lo entendía, que dejara de llamarla Hermana y le dijera ella por su nombre. Pero es que yo no recordaba su nombre, no recordaba ningún nombre porque de nada me servían más que perderme de mi verdadero camino. Como lo que le había pasado a ella por culpa de Soldado. Recuerdo bien que lo último que me dijo antes de que nuestros caminos se separaran fue que sentía mucho no haber cuidado mejor de mí. Idiota.


Hasta este momento, no he vuelto a pensar mucho en ella. Nos despedimos e inmediatamente Perdido y yo atravesamos una pequeña gruta que ascendía irregularmente, dejando atrás a criaturas y guerrilleros, víctimas inconscientes de la sombra que proyecta el Subsuelo.


El ascenso fue un poco complicado, el trazado que hacían las paredes de piedra era bastante escarpado y quebradizo, y en muchas ocasiones teníamos que deslizarnos con cuidado para no quedarnos atascados. Pero finalmente lo logramos: el Distrito 11 se alzó ante nuestros ojos.


Estaba perfectamente conservado, el derrumbamiento había impedido el acceso de los pobladores del Subsuelo y su estructura no se había visto modificada. Bajo la capa de polvo, hongos y suciedad, aún se atisbaba el verde apagado que los pobladores de la Superficie le habían otorgado a esos pasillos en el pasado. Por los túneles corrían unos gruesos raíles metálicos que hubieran hecho las delicias de Hermana, y cerca del techo colgaban unas extrañas estructuras metálicas que debían servir de transporte a la civilización anterior. Incluso había algunos cargueros completamente vacíos para poder descansar en lo que según los letreros debía ser una gran plaza multitudinaria.


Sin embargo, había algo que ninguno de los dos esperábamos encontrar ahí. Algunos cuerpos inertes, prácticamente descompuestos, poblaban el suelo del Distrito 11. No parecían ser antiguos habitantes, víctimas de una catástrofe. Sus cadáveres estaban agrupados, fuera de los cargueros y todos llevaban una ropa con marcas similares, como si fueran parte de un uniforme. Al acercarme pude ver que se trataba de una versión del emblema de los quintos, posiblemente un uniforme preeliminar de sus soldados. Tardé algunos segundos en entender qué era lo que hacían allí. Pero estaba claro.


Mi abuelo no pudo ser el único que supiera lo de la salida, era imposible. Los quintos lo sabían. Y por alguna razón lo habían ocultado. Ellos mismos habían derruido la entrada y la habían rodeados de monstruos de leyenda para asegurarse de que nadie más pudiera salir. Para que la rueda siguiera girando sin parar. Habían dejado aquí atrapados a sus propios soldados para asegurarse de que nadie pudiera dejar de producir para el Gran Patrón. Pero si ellos se habían quedado aquí atrapados, significaba que Perdido y yo teníamos otro problema.


Corrí siguiendo las precisas indicaciones del abuelo. Que todo el trazado estuviera intacto me ayudó enormemente a guiarme por los pasillos de esa antigua urbe, saber dónde girar y que escaleras subir, aún sabiendo ya que todos mis esfuerzos, todos mis pasos habían sido en vano. Porque cuando llegué al lugar que me había indicado mi abuelo ya sabía que también iba a estar derruido.


Y aún así, ahora que estoy bajo los escombros de lo que una vez fue la salida, se que ya he ganado. Perdido es el primero que se echa a reír. Es una risa casi histérica, demente, como la última ofrenda que podemos darle a ese elemento imposible, alienígena y absurdo. Yo también me río, claro. Y dedico estas últimas palabras al abuelo por haberme guiado hasta aquí entre susurros invisibles, porque por fin voy a poder cumplir todas las promesas que le hice.


Entre las rocas y los escombros, se cuela un estrecho rayo de luz que casi ciega mis ojos. Esta luz es tan hermosa que perfectamente podría haber recorrido todo este camino solo para poder vislumbrarla al menos una vez. Pero nos indica algo más: que entre tanta destrucción aún queda un hueco para salir al exterior. Como un ángel celestial, la luz del Sol nos lanza un último anzuelo al que sujetarnos para escapar de esta prisión en forma de caverna.


Tengo que alzar a Perdido para que se cuelgue de los escombros y encuentre un hueco adecuado para pasar. Es bueno en eso. Después, él mismo se descuelga para ayudarme a subir. Ni siquiera es tan estrecho como la gruta por la que habíamos pasado para llegar al Distrito 11, y cuanto más ascendemos, más nos calienta ese solitario rayo de sol. El Sol del que tanto me había hablado el abuelo me guia en esta ocasión para poder cumplir con el cometido de mi viaje, para poder llegar al exterior; como si fuera él mismo el que me tendiera la mano desde el más allá, con calidez y cariño. Por fin voy a poder cumplir la promesa que te hice


Y Perdido abre el último hueco entre los escombros. Una enorme onda de luz entra como un cañonazo entre los escombros. Es tan intensa que me hace daño en los ojos y me ciega, jamás he sentido algo parecido. Y así, entre un parpadeo y el siguiente, justo cuando estoy al límite de lograr mi objetivo, me caigo. No estoy seguro de si algo se ha movido entre los escombros, de si yo mismo me he resbalado, paralizado por el destello, o de si mis extremidades han vuelto a resentirse tras los efectos de la explosión. Solo sé que esta caida transcurre durante toda mi vida. Es el intervalo de tiempo más largo que soy capaz de recordar, como si todo empequeñeciera, se volviera oscuro o sencillamente se desvaneciera bajo la luz del único rayo de Sol que me aún me alumbra durante mi eterna caída. Mis recuerdos se tornan en retazos inconexos, y mis sentimientos, que ya se habían vuelto como extraños para mí hacía tiempo, ahora me acosan sin sentido y no consigo entender nada de lo que ha pasado para traerme hasta aquí


Tras abrir los ojos de nuevo, paso varios minutos inmovilizado por el dolor. Puedo ver, sobre mí, que el recipiente con los restos de mi abuelo se ha roto y sus cenizas se mezclan con el resto del polvo y la tierra del el suelo, irreconocible e indiferenciable. Me falta el aire, y no se si es por el golpe o por no poder sostener a mi abuelo nunca más. Le he fallado. Todos sus sueños y esperanzas se desvanecen mientras mis manos hunden sus dedos con torpeza en el suelo, buscando algo que quizás nunca haa existido. Ya no le siento cerca, ni oigo sus palabras con claridad. No recuerdo sus historias, ni su nombre. Ya no está junto a mí para guiarme. Y aún así grito a Perdido para que baje a ayudarme.


Se que es inútil. Si yo hubiera llegado hasta allí, si hubiera podido escapar del infierno tampoco volvería a bajar. Por nada. Por nadie. Y el silencio es respuesta suficiente. Perdido ya no está allí. Ni Soldado, ni Hermana. Ni Abuelo. Solo estoy Yo. Vuelvo a gritar, con todas mis fuerzas. Se que esa rata traicionera no va a bajar, pero quiero que me oiga, que viva con el grito de a quien está abandonando en el infierno. Aunque seguramente mi voz se difumine en su mente, entremezclándose con el Sol, el viento, el calor…


Pasan varias horas hasta que me quedo sin voz, y otras tantas hasta que consigo levantarme, aunque no le encuentro el sentido a estar de pie si no tengo ningún lugar al que ir. Mis heridas me impiden subir por mi mismo, pero también descender por la gruta para volver al Distrito 6. Estoy atrapado. Y lo peor de todo es que no me importa. Porque no me queda nada. He huido de todo. Y ahora solo puedo vagar, como un espectro entre la oscuridad del Distrito 11. 


Así que, deshecho y sin camino, arrastro mis pies en el mundo solitario de los que no tienen a dónde ir, ni a dónde volver, rodeado únicamente por el silencio, perdido.


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