lunes, 15 de octubre de 2018

El plan de doña Concha

Doña Concha había encontrado en las bodas dos partes bien diferenciadas: la del arroz y la de la espada. La de las semillas que se plantan con la esperanza que hayan crecido tras el paso del tiempo. Los discursos, la solemnidad y los llantos. Y la del corte con lo anterior, como si todo el mundo fuera una tarta de cinco pisos. Doña Concha no terminaba de comprender por qué esa era la parte de las risas, el alcohol y la celebración, mucho menos en la boda de su hija.

Siempre había sido una mujer amable, cariñosa y cercana. Todo el que la conocía estaba de acuerdo. Ya solo su aspecto físico hacía que la gente se sintiera cómoda con ella. Era una mujer bajita, pero con el cuerpo ancho, de las de rulos, bata y pantuflas; con una sonrisa perenne en su rostro, hasta para las personas que más detestaba, como era el caso de David, el novio de su hija.

Sabía que no era bueno para ella desde que lo conoció. No sabía por qué, pero no se fiaba de él. Quizás fuera algo en su rostro o en su impecable forma de vestir, no lo sabía. Pero supuso que su hija se daría cuenta y acabaría haciendo lo más lógico: abandonarlo y quedarse con ella. Pero no fue así, aún con sus múltiples intentos de sabotear esa relación. Así que a la pobre doña Concha solo le quedaba una posibilidad: asesinar a ese imbécil insustancial.

De esta manera, mientras fingía rezar en uno de los bancos de una pequeña capilla donde se estaba casando su hija, repasaba los distintos pasos que había meditado para llevar a cabo el asesinato. Era su última oportunidad, al día siguiente irían al juzgado a registrarse como matrimonio. Y claro, no iba a matar al marido de su hija. Menudo lío de papeleo para su pequeña.

Su plan había comenzado varios días atrás, pero su ejecución definitiva empezaría justo en ese momento, en la parte del arroz. Había cocinado lo que denominó “torta de matrimonio”. Se había inventado una historia para su hija en la que explicaba que la parte de tirar el arroz a los novios antiguamente consistía en entregarles una torta de arroz que debían compartir, y había anunciado con gran efusividad la preparación de la misma. Lo que no le había contado a nadie era que una mitad estaba edulcorada con un ingrediente especial, que, tras algunas horas, provocaría en el petimetre de David un profundísimo dolor estomacal que le impediría mantenerse alejado a más de un par de metros de cualquier baño.

Estaba tan impaciente por ejecutar su plan que sentía que le temblaban las piernas de la emoción. Cuando el cura terminó su discurso e hicieron todo lo de los anillos y los besos, la mujer pudo notar que su corazón estaba a punto de estallar. Y cuando consiguió que el majadero de David se comiera su mitad de la torta de arroz casi se echa a reír delante de todos. Tuvo que contenerse. Era esencial para la siguiente fase de su plan. En la parte de la espada. Si no había calculado mal el tiempo, su ingrediente secreto haría efecto algo después de la cena.

Se mostró cariñosa e incluso fingió que lloraba un poco cuando vio a su hija de la mano del que ya no sería su futuro esposo. Se hizo fotos con todos e interpretó su papel de suegra sarcástica pero cariñosa y se sentó junto a su hija en la mesa del banquete. También se levantó cuando alguien exclamó “¡que vivan las madres!” y aplaudió, esta vez sin ningún fingimiento, cuando trajeron la tarta y la espada con la que debía ser cortada.

Los novios cortaron la tarta entre los dos, como es tradición, con torpeza y risas. Después repartieron parte de la tarta por toda la mesa y dejaron cerca el resto, junto con la espada. Doña Concha se sentía pletórica, todo estaba saliendo según lo planeado. Casi se le saltan las lágrimas cuando el inmundo David comentó disimuladamente a su hija que se iba al baño.

No le siguió inmediatamente, dejó pasar algunos minutos que se le hicieron eternos. Estaba impaciente por clavar la espada en el pecho de ese inútil. Así que, quizás un poco antes de lo planeado, se levantó ella también de la mesa, bromeando sobre la incontinencia a las personas que tenía alrededor.

Con una pasmosa naturalidad, cogió la espada de la repisa en la que se encontraba y la guardó en un hueco de su faja que había cosido especialmente para ese momento. Caminó todo lo despacio que pudo hasta el baño y, cuando se aseguró de que nadie miraba, se coló en el de hombres. Una vez dentro, fue abriendo todas las puertas hasta que una no se abrió.

"¡Ocupado!" dijo la patética voz de David que, como única respuesta recibió un golpe tremendo en la puerta que hizo estallar el pestillo. Doña Concha era algo mayor, pero estaba en forma y había practicado.

Sin dudarlo ni un instante, trató de ensartar la espalda en ese ridículo hombre de pantalones bajados, cuyo rostro mostraba un total y absoluto desconcierto. Sin embargo, el corazón de doña Concha se desplomó cuando la espada, en vez de atravesar el pecho del majadero David, solo le propinó un golpe. No estaba afilada. El despreciable joven trató de escapar, pero doña Concha no pensaba permitirlo. Había otras formas de utilizar esa herramienta.

Aún arriesgándose a perder a perder valor poético, le golpeó varias veces en la cabeza hasta que se quedó inmóvil en el suelo. Fue un asesinato mucho más escandaloso de lo esperado, que atrajo a varias personas hasta el baño. Aún así, doña Concha trató de deleitarse con la imagen de ese patético cadáver con los pantalones bajados, pero por alguna razón no le resultó en absoluto satisfactorio. Al contrario, mientras la sangre brotaba de la cabeza del que ya nunca sería su yerno, solo pudo sentir una profunda congoja y un nudo en el estómago.

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