miércoles, 31 de octubre de 2018

Por el amor de Dios


Allí, frente a aquella figura del Cristo Resucitado de la Parroquia de Santa Catalina, Nico tuvo claro que dedicaría su vida al santo oficio. Sólo tenía 13 años y había tenido que viajar, junto a su familia y su desgana, a Cádiz por una serie de razones a las que ni siquiera había prestado atención. Sin embargo, cuando ese día le levantaron de la cama temprano y en contra de su voluntad para hacer turismo, él no sabía hasta qué punto iba a cambiar su vida.
Esa imagen, con el Señor resucitado y vestido con un trapo que apenas le cubría, mientras le señalaba directamente a él con la mano, provocó en Nico una sensación que nunca antes había sentido.
Un intenso calor, que provenía de debajo de su estómago, recorría cada rincón de su cuerpo hasta llegar a su cabeza. Hacía que le sudaran las manos, y casi no podía pensar ni respirar. No sabía lo que le estaba pasando, pero tenía algo bien claro. Quería dedicarle su vida a ese hombre.

De esta manera, y pese a que su familia nunca había sido muy religiosa, se empeñó en internar en el seminario para jóvenes de San Cayetano, con el objetivo de poder continuar con sus estudios mientras se preparaba para pasar a formar parte del ministerio sacerdotal.

Aunque ingresó con facilidad, nunca llegó a tener una relación demasiado estrecha con ninguno de sus compañeros. Eran muy distintos a él, pese a ser todos tan arreglados y formales como esperaba. Le decepcionó no encontrar allí a nadie que afirmara sentirse como él al encontrarse ante el Señor. Porque, aunque aquella había sido la primera vez que le había sucedido, desde luego no había sido la última. Las representaciones de Jesucristo le siguieron poniendo nervioso, hasta el punto de resultarle difícil estar centrado en una tarea o en una clase cuando Él estaba presente. Esto, para los sacerdotes del seminario no resultaba ningún problema, por supuesto. Estaban encantados con Nico. Era, sin duda, el alumno que más devoción sentía por el Señor.

Y precisamente por su devoción y su tesón, a la dulce edad de veinte años, pasó de ser llamado Nico a don Nicolás, y a cambiar las camisas por el alzacuellos. Y cuando pensó que había logrado lo que el Señor esperaba de él… no sintió nada especial.

No entendía nada. Jesucristo seguía provocando esa profunda sensación en él. Aunque con los años había menguado, nunca había llegado a desaparecer del todo. Infinitas veces se acercó a Él para preguntarle sobre lo que debía hacer, pero en ninguna de ellas obtuvo más respuesta que esa sensación que tan bien conocía.
Buscó respuestas en todas partes. En los libros y en los sabios. Pese a que muchos afirmaban haber sentido la Gracia Divina, ninguno lo hacía como lo había hecho él. Abandonó su parroquia y se recluyó en un monasterio, en busca de respuestas a través de una vida de meditación. Tampoco las encontró. Ni siquiera cuando viajó a África con las misiones, para dedicarse a los más pobres.

Se sentía acabado. Sabía que Dios tenía un plan para él, y que le insistía cada día para que lo abrazara y se dedicara a él. Pero, ¿cómo lo iba a hacer, si ni siquiera sabía cuál era? ¿Estaba decepcionando a Dios? ¿Estaba echando su plan a perder?

Con el tiempo, frustrado y asumiendo que nunca sería capaz de completar la misión que le había encomendado el Señor, volvió a su parroquia, rendido y dispuesto a entregarse a una vida llena de preguntas que nunca serían respondidas.

Sin embargo, en la puerta de la Iglesia algo le dejó paralizado. Había un hombre, sentado junto a la puerta, pidiendo dinero y acariciando a un perro sucísimo que estaba acostado a su lado. Era un hombre joven, aunque con el rostro muy envejecido. Toda su cara estaba cubierta por una barba mal recortada de color castaño claro y una melena enmarañada le bajaba hasta los hombros, entre la que se asomaban algunas rastas. Y sus ojos claros se habían dado cuenta de que don Nicolás no podía dejar de mirarle.

No sabía lo que le estaba pasando. Era esa sensación otra vez. Esa que sentía cada vez que estaba a solas con el Señor. Pero era distinta. El calor, la respiración, su corazón. Todo había vuelto a ser tan intenso como aquella vez, cuando tenía trece años, cuando tenía delante a aquel Cristo Resucitado.

— ¿Pasa algo, padre? — preguntó el hombre con una voz no muy grave, pero bastante ronca.
— ¿Jesús? — fue lo único que se sintió capaz de decir don Nicolás.
— ¿Qué? Creo que se equivoca padre, yo me llamo Fran.

El hombre no pudo evitar reírse un poco mientras respondía, dejando escapar una sonrisa. Era la sonrisa más bonita que don Nicolás había visto nunca. Era una sonrisa que, si bien no mostraba los dientes más colocados del mundo, ni era especialmente simétrica, hizo sentir a don Nicolás cosas que jamás había sentido. Cosas que ni siquiera el Señor le había hecho sentir nunca. Aquella sonrisa se deslizó hasta lo más profundo de su alma y respondió más preguntas que cualquiera de los viajes que había hecho.

Y, en un instante, aquella sonrisa lo cambió absolutamente todo.

2 comentarios:

  1. Y esto qué tiene que ver con el camino del héroe?

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    1. ¡Hola! No había visto este comentario xD. Resulta que escribí este relato forzando las tuercas del camino del héroe al más puro estilo jungiano, lo que podemos observar en la parte central del relato. En este arquetipo narrativo, el héroe adquiere de alguna forma, normalmente pasiva, una misión u objetivo que le llevarán a enfrentarse a distintas pruebas en las que vaya creciendo como persona, solo para darse cuenta finalmente de que su objetivo ha estado equivocado o desenfocado todo el tiempo.

      Quizás ahora escribía el relato de otra manera, creo que al personaje le falta un momento de insight interior, previo al final, pero creo que cuadra muy bien con lo dicho.

      Perdón por el tocho xD

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