martes, 6 de octubre de 2020

El Asesino de la Azada

     Las víctimas que el Asesino de la Azada dejaba a su paso siempre eran fáciles de identificar: todas sus lesiones, amputaciones y mutilaciones estaban causadas por una misma azada labriega sin apenas afilar. La Guardia Civil había descubierto muchas cosas sobre él a través de los cuerpos descuartizados que dejaba a su paso. Sabían que tenía que ser un hombre fuerte, para clavar con esa decisión la azada; y de unos ciento ochenta y cinco centímetros de altura, según el ángulo con que los cortes penetraban en las víctimas. Sabían que era de origen rural por los conocimientos que había demostrado tener sobre la maquinaria agrícola que utilizaba de imaginativas formas a la hora de perpetrar sus matanzas, y probablemente de Castilla la Mancha, a lo largo y ancho de la cual se distribuían todos los cadáveres que habían sido encontrados.

    También conocían con detalle el arma del crimen: era una azada básica de la marca Bellota, con un mango de unos ciento veinte centímetros y una hoja de una sola pieza fabricada en acero al boro. Según el profesional forense, el asesino cambió su herramienta en una ocasión por otra de las mismas características posiblemente debido al excesivo desgaste de la primera. Desde que hicieron ese descubrimiento, empezaron a controlar al detalle la venta de herramientas similares por parte de la marca.


    Las escenas del crimen solían ser un escenario grotesco. Lo cierto es que el Asesino de la Azada no parecía llevar a cabo un ritual único a la hora de atacar a sus víctimas, pero los resultados eran siempre similares: una finca apartada llena de sangre, vísceras y miembros cercenados. Hasta el momento no se habían encontrado restos biológicos del asesino, pero entre los destrozos sí que se había hallado en más de una ocasión pelos de una vaca o un toro, una posible prueba del carácter ritual de los asesinatos. Sobre los restos de arcilla y caliza encontrados en el suelo no se pudo llegar a una conclusión que concretara más el origen de aquel hombre misterioso.


    Y sí que era cierto que sabían muchas cosas del Asesino de la Azada, pero el Asesino de la Azada siempre sentía que en realidad no le conocían en absoluto. Le veían y le analizaban, pero no le entendían. Siempre intentaban predecir sus actos, pero nadie se preguntaba cómo le hacían sentir sus actos. Porque para él matar y asesinar era algo secundario. No le gustaba el sonido de los huesos al romperse ni el olor de la sangre, pero eran un mal necesario para alcanzar el verdadero placer. 


    Y es que lo que al Asesino de la Azada más le conmovía y emocionaba en este mundo, lo único que le permitía alcanzar un total estado de éxtasis era ver el más sincero terror en los ojos de sus víctimas. No valía con un susto o un grito, para el asesino eso no era más que comida rápida de mala calidad; no, él buscaba un miedo gourmet. El miedo verdadero y profundo, incapacitante y desmoralizador. Un miedo único e impredecible que solo aflora en algunos momentos cercanos a la muerte.


    Por eso el Asesino de la Azada no tenía un ritual, para él cada asesinato, cada degollamiento y cada tortura tenía que ser una experiencia precisa y personalizada para cada víctima. El asesino solía colarse en las casas de sus víctimas horas e incluso días antes de su asesinato para estudiarlas en detalle, ver de qué elementos disponía y comprobar con qué clase de persona estaba tratando. Todo para poder entrar en sus almas, desnudarlas como las de un amigo íntimo y descubrir cómo alcanzar ese miedo profundo, primigenio y único que le nutría el espíritu y le hacía vivir.


    Y pese a todo, en ese momento era él, el Asesino de la Azada, el que estaba profunda y totalmente aterrorizado.


    Había llevado a cabo un calentamiento clásico para la ocasión: saboteo del cuadro eléctrico para dejar la casa sin luz, rotura de una ventana para intimidar y despistar, ruidos metálicos dentro de la casa e incluso se había puesto su máscara de cabeza de vaca, que solía ser un éxito entre todas sus víctimas.


    Y aún así, ahí estaba ese hombre, frente a él, mirándole casi con indiferencia desde el sofá mientras un bol lleno de palomitas se le caía al suelo.


    — Mira, escúchame— por su voz, el hombre debía tenía tener unos veinticinco años, aunque su rostro casi cubierto por un pelo y una barba desaliñados aparentaba algunos más— . Coge lo que quieras, no me merece la pena intentar defenderme. Ya cuando te hayas ido llamo a la policía, si eso.


    No tenía palabras. Sus músculos estaban completamente paralizados salvo por un temblor generalizado que le recorría el cuerpo. Era cierto que no había hecho bien los deberes en esa ocasión, que había sido descuidado y solo había llevado a cabo un estudio superficial, pero lo que tenía frente a él no era normal. Era imposible. Porque pese a la oscuridad, su aspecto aterrador y la enorme azada que un desconocido portaba dentro de su casa, los ojos de aquel hombre no reflejaban el más mínimo atisbo de miedo. Apenas se había sobresaltado ante su presencia.


    — Eh, ¿estás bien? No se muy bien cómo funciona esto, ¿sabes? Es la primera vez que me atracan. ¿Prefieres que salga y ya te dejo hacer tranquilo?

    — No, no— respondió el Asesino olvidando de poner su voz rasposa sin darse cuenta— Digo… no he venido a robarte, David.

    — ¡La hostia! ¿Por qué te sabes mi nombre?

    — Te he estado estudiando— en esta ocasión sí que puso su voz de asesino— . Tu vida, tus gustos, tus miedos. Lo sé todo de tí. Y sé cómo utilizarlos para someter tu alma a mis deseos. No voy a robarte, David, esta noche voy a matarte. Pero cuando lo haga será porque tú mismo me lo supli…


    Su discurso se vio interrumpido por el sonoro maullido de un gato peludo y gordo que bajó desde el piso de arriba solo para frotar su cabeza por la pantorrilla del Asesino. Y con esa leve fricción se generó una ola de calor iracundo que recorrió todo el cuerpo del hombre.


    No pudo evitarlo. No debía haberlo hecho. El gato era una carta buenísima para desperdiciarla de esa manera tan ridícula. Pero, como si un fantasma le hubiera poseído, el Asesino gritó y, con furia, asestó un golpe secó con su azada sobre el gato, partiéndolo en dos.


    — ¡No, hombre no! — exclamó David desde el sofá con más asco que tristeza—. El gato no.


    El Asesino volvió a mirarle estupefacto. Vale que no había sido la mejor ejecución, pero el asesinato de mascotas siempre solía ser motivo de, por lo menos, desesperación en sus víctimas. No sabía qué hacer, le temblaban las manos como cuando era tan solo un asesino principiante. Hacía años que no sentía un pánico escénico así. Sin pensarlo mucho, recogió las vísceras del gato, usando la azada como pala, y las lanzó sobre David, esperando alguna reacción.


    Siendo generoso, lo más intenso que parecía poder sentir ese hombre en ese instante era desconcierto. Tenía la mirada ligeramente desencajada, pero no era en absoluto por miedo, sino más bien por estupor. Al Asesino le temblaban las piernas y apenas podía sostener la azada.


    — ¿Pero qué cojones te pasa? — le preguntó gritando al hombre que permanecía frente a él, impasible, mientras daba un puñetazo en la pared— ¡Me he colado en tu casa! ¡Te he dicho que te voy a matar! ¡He partido a tu puto gato en dos! ¡Incluso he traído una azada nueva! ¿Qué más necesitas? ¡Vamos a ver! Ya no digo que sientas un terror que te haga mearte encima y olvidar a tus seres queridos, pero, ¿qué menos que un susto? ¿Un grito? ¿Es tanto pedir?


    Se hizo un silencio sepulcral. David no se había movido ni un milímetro de su posición, no estaba seguro de estar despierto realmente.


    — ¡No me mires como si estuviera loco! — gritó el Asesino, amenazándole con su azada; aunque no tardó en volver a bajarla— Mira, a quién quiero engañar. Así no puedo hacerlo. No tiene gracia, me estás haciendo sentir un poco incómodo.

    — ¿Lo...siento? — se aventuró a responder David.

    — ¿Te importa…? — preguntó el Asesino, haciéndole un gesto para que apartara las piernas de un lado del sofá.

    — No, no, claro, ponte cómodo.


    El Asesino se sentó despacio, con delicadeza, soltó la azada en el suelo y se quitó la cabeza de vaca que usaba como máscara, mostrando su rostro a David.


    — ¿No te doy nada de miedo? No, no, mejor no respondas. Llevo un tiempo en el negocio, ¿sabes? Uno cree que es un profesional, pero luego llegan estos momentos y te hacen pensar. ¿Y si estoy perdiendo mi toque?

    — No digas eso, hombre— David recogió las piernas y las bajó del sofá, para sentarse a su altura—, si no eres tú, soy yo. Tú eres un tío francamente aterrador, cualquier otro se acojonaría contigo. De verdad te lo digo. Yo es que últimamente siento poco y no consigo que nada me preocupe, ni si quiera mi vida.

    — Eso suena fatal, ¿eh?¿Has hablado con algún psicólogo sobre el tema?

    — Sí, claro, pero ya sabes cómo está la seguridad social. Estoy trabajando en ello. 

    — ¿Has tenido pensamientos suicidas?

    — No, tampoco. No tengo energía ni para pensar en eso— David se esforzó en cambiar el tono de su voz—. ¡Pero no hablemos más de mí! ¿Tú cómo te sientes?

    — Pues ahora mismo un poco mal, la verdad. Nunca me había pasado algo así. No es que quiera comparar mi problema con el tuyo ni nada, ¿eh? Lo mío se pasará pero ahora estoy jodido, sí. ¿De verdad que no crees que haya ningún problema conmigo?

    — ¡Ni de lejos! ¿Tú te has visto? Eres enorme y te lo curras, si todo el mundo te conoce es por algo. ¿Y esa máscara? Tío es la hostia, ¿es una vaca de verdad?

    — Sí, la maté y disequé yo mismo— respondió el Asesino, algo ruborizado

    — ¡La mataste y la disecaste tú mismo! ¿Ves? Eso es estar comprometido con el tema. Otros se irían al carrefour y se comprarían una máscara de halloween, pero tú no, tú has querido darle tu toque especial y se nota. Y lo de la azada, claro, simple y perfecta para tu imagen de marca. ¡El Asesino de la Azada! ¿A quién no le va a acojonar?

    — Bueno, no sé, yo creo que no es para tanto…

    — ¿Que no es para tanto? Tío mírame, más o menos somos igual de altos, pero si yo me llego a colar en la casa del vecino lo único que iba a conseguir es que se rieran de mí. Has tenido un desliz, le pasa a cualquiera. Y ni siquiera ha sido del todo culpa tuya. Para la próxima ocasión recuerda prestar más atención antes de asaltar a nadie.

    — Sí, supongo que tienes razón— hizo una pequeña pausa—. Ya me voy sintiendo un poco mejor.

    — Claro que sí, ¿me vas a matar ahora?

    — No hombre, así no puedo, necesito estar en el modo adecuado, ya sabes. Ya te he dicho que solo te iba a matar cuando me lo pidieras tú.

    — Si quieres te lo pido, si eso te deja más tranquilo.

    — No, no puede ser así, tiene que ser una petición sincera, surgida del terror que habita en lo más profundo del corazón.

    — Pues eso no lo tengo, lo siento.

    — No te preocupes, lo entiendo, si no se puede no se puede.

    — Mira, vamos a hacer una cosa

    — ¿Qué?

    — Te vas a ir ahora y yo no voy a llamar a la policía ni nada. Y si en un año sigues con esto, vuelve a verme y me das todo lo que tengas. Quiero el espectáculo completo, con degollamiento y mutilaciones. Y yo me comprometo a que para entonces estaré mejor, ¿qué te parece?

    — Me parece genial— el Asesino se giró y cogió a David de las manos— . No esperaba que esta noche acabase así. Yo venía a por una víctima más y ahora me voy con un buen amigo.

    — No te lo vas a creer, pero yo tampoco me lo esperaba.

    — Muchas gracias por todo— prosiguió el Asesino, aún riéndose por el comentario de David— . Me voy a ir que se hace tarde y tengo que llegar a mi casa, que mañana entro a la oficina a las nueve.

    — Adiós, tío— se despidió David mientras el asesino cogía su máscara y se ponía en pie—. un placer.

    — Igualm…— trató de responder el Asesino mientras se levantaba.


    Pero el Asesino de la Azada nunca llegó a terminar de decir esa palabra. Sin darse cuenta, había dejado caer su herramienta sobre el cuenco de palomitas que se le había caído a David. Al levantarse del sofá a oscuras, un azar del destino había querido que justo fuese a posar el pie sobre el mango de madera. Por la fuerza con la que se había levantado y el peso de un hombre corpulento, la azada se elevó a gran velocidad, siguiendo un movimiento circular directo a su pecho. El acero al boro recién afilado quebró sin problema dos de sus costillas y se clavó en su corazón, matándolo al instante.


    David tampoco supo cómo reaccionar cuando el cuerpo del Asesino de la Azada se desplomó en el salón de su casa, clavándose su propio arma aún más profundamente en su interior. Apenas veía nada a oscuras, pero podía oler perfectamente el olor de la sangre extendiéndose por el suelo y filtrándose en el parquet. Notó una arcada surgiendo de su garganta, pero al intentar contenerla cayó al suelo junto al cadáver del Asesino.


    Él no lo sabía, un vecino de una finca cercana había visto al Asesino de la Azada romper su ventana y colarse en su casa, y en esos momentos dos coches de la Guardia Civil estaban rodeando la finca y activando las sirenas. Y de pronto David se encontró a sí mismo lleno de sangre, con un cadáver a su lado, la cabeza de dos animales sobre su sofá y con al menos cuatro miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado a punto de entrar en su casa. Y por primera vez en toda la noche sintió un poco de miedo.

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