sábado, 3 de noviembre de 2018

El ejército de arpías

Dibujo

A sus 22 años, Sonia sentía no había logrado nada en su vida. Hacía tiempo que había dejado el instituto, sin llegar a conseguir nunca ningún título; después había encadenado multitud de trabajos de dependienta hasta ser conocida en todas las tiendas de su barrio. Había intentado irse de casa en varias ocasiones, pero siempre se veía obligada a volver a la casa de su madre, a la que realmente no aguantaba. Y para colmo, el médico acababa de decirle que tenía sobrepeso, ¡sobrepeso! Pero si a ella le parecía que estaba buenísima. Ese imbécil no tenía ni idea.

Acababa de salir de la consulta, estaba de mala hostia y estaba cayéndole encima una tormenta increíble. No se había llevado un paraguas, ni un triste chubasquero. Y encima tenía que ir a cuidar de un crío estúpido de cuyo bienestar dependía su sueldo.

Estaba asqueada. Nada tenía sentido, la vida era un esfuerzo constante que, por mucho que se esforzaba, no la estaba llevando a ningún sitio. No, hacía años que había asumido que no se trataba de que el mundo fuera una mierda, sino que era ella la culpable todo lo malo que sucedía en su vida. Era el principio y el fin de todo su propio mal, en una espiral de decadencia y autodestrucción que tiraba de ella y la había arrastrado hasta allí: gorda y empapada, yendo a cuidar a un niño por el que ni siquiera le pagaban lo suficiente.

Y fue en ese momento cuando todo cambió. Estaba Sonia a punto de girar la esquina, pegada a una pared para taparse de la lluvia con una terraza, cuando cayó sobre ella un rayo que la atravesó desde la cabeza hasta los pies. Fue un dolor indescriptible, como si cada célula de su cuerpo estuviera explotando en un solo segundo. La dejó fulminada en el suelo, pero el dolor no había hecho más que empezar.

Sonia notó que su piel se rajaba. Por su espalda, por sus brazos, por sus piernas, por su boca. No era todo su cuerpo, sino zonas concretas. Y cuando fue capaz de mirar, pudo comprobar que, efectivamente su piel se estaba rajando para dejar emerger un cúmulo de plumas anaranjadas a lo largo de su cuerpo. Su ropa se rajó para dejar que dos enormes alas emergieran en su espalda y, cuando se llevó las manos a la cara, pudo comprobar que su boca se estaba transformando en un enorme pico.

Estaba dolorida, pero había algo mucho más poderoso en su interior. Una fuerza interna que le hizo ponerse en pie y, de un salto, echarse a volar con sus nuevas alas. Eran enormes, hacía mucho ruido al agitarlas. Comprobó también, en el aire, que sus piernas estaban cubiertas de escamas y, al final, le habían salido unas enormes garras.

Había algo en su cabeza, no era una voz, pero le hacía entender cosas, conceptos. No sabía qué era, ni qué le había pasado, pero sabía lo que podía hacer. Volando sobre la ciudad, sobre las nubes, por una vez se sentía grande, poderosa, imparable.

Era increíble, nunca había tenido esa sensación. Nunca se había sentido bien consigo misma, y acababa de darse cuenta. Sentía el viento en la cara y la niebla atravesándole las plumas, sabía que eso era lo que quería seguir para siempre. Por supuesto, no lo hizo.

Aproximadamente tras media hora de vuelo, la tormenta pareció disiparse, mostrando un mundo que en nada se parecía al barrio sobre el que Sonia creía estar volando.

Lo primero que vio fue una flecha enorme que pasó zumbando a pocos metros de ella. La esquivó por pocos centímetros. Cuando buscó su origen solo encontró varias decenas de flechas similares volando en su dirección. Las esquivó como pudo y trató de huir de allí, cuando se encontró a otra chica como ella cayendo al vacío, con dos flechas atravesadas. Tras ella, al menos un centenar de mujeres aladas descendieron, volando, hacia la tierra de la que provenían las flechas.

Guiada por esa fuerza interior, Sonia las siguió, esquivando flechas y viendo como muchas de ellas caían, muertas. No entendía nada, pero suponía que esa era la manera que tenía de sobrevivir.

Una inmensa tormenta rodeaba un cañón rocoso en el que se encontraba un ejército de criaturas diversas, con arcos y armaduras que trataban de asestar con sus armas en las mujeres aladas. No sabía cómo entró a la batalla. Le rajó el pecho con sus garras a un centauro y golpeó a un elfo en el casco. Inmediatamente después todo se puso mucho peor. Fue también un centauro su primera víctima. Le costó arrancarle la cabeza, pero, cuando le cogió de las patas y no le dejaba volar, no tuvo más remedio que hacerlo. Después de él vino otro y muchos más.

También fue dura la primera flecha. No sabía cuántas horas había durado la batalla, cuando se clavó en su costado. También vinieron otras tras esa, pero ella siguió luchando sin debilidad, como había hecho toda su vida.hasta que el último de sus enemigos hubo caído.

Estaba en el suelo, llena de agujeros. Sin saber por qué había luchado, ni a quién había matado, ni por qué estaba muriendo. Apenas podía respirar, notaba como su cuerpo se llenaba de algún líquido. Y cuando más se sintió morir, todo el mundo cambió.

Volvía a estar en su barrio, con su ropa bien puesta y sin alas. Ni siquiera estaba chamuscada por el rayo. Todo estaba normal. En ese momento no estaba segura de si todo eso había sido verdad, tardaría un tiempo en descubrir que sí, y que volvería a pasar, una y otra vez.  Pero sí que se había dado cuenta de algo. Algo había cambiado dentro de ella. Al principio lo achacó a una fuerza mágica, pero no era así. Ese impulso interno que la había empujado sobre el cielo y en la batalla seguía ahí, porque no procedía de ningún rayo ni ningún dios. Era su propia fuerza, que creía perdida. Una fuerza superior que la empujaba a cambiar el mundo y a ser mejor, que llevaba mucho tiempo dormida.

Seguía estando gorda y seguía viviendo con su madre. Seguía teniendo que ir a cuidar de ese estúpido niño. Pero, qué cojones, no había nada de malo en eso, era su puta vida y ya encontraría la manera de arreglarla, si en algún momento quería. Porque podía hacerlo, lo sabía. Y ni un ejército la podría parar.

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