lunes, 1 de abril de 2019

Encurtidos

Palabra: pepinillo

Mi amigo Juanqui (@Juanquitaro) tiene el privilegio de haberme dado la palabra que más se me ha atravesado hasta el momento. Al final he creado una historia predeciblemente lynchesca que, si bien no me encanta, ha sido interesante de escribir. Y se la dedico, claro

Una intensísima lluvia obligó a Álvaro a salirse de la carretera en busca de un punto en el que poder parar el coche y esperar a que escampara. Sin embargo, tras varias horas encerrado en el coche no pudo observar que la tormenta tuviera ni la más mínima intención de amainar. Si algo notaba era que, al contrario, se volvía cada vez más densa.



Álvaro no se atrevía a mover su coche, ni siquiera estaba seguro de que las ruedas fueran a poder hacer que el coche avanzara. Pero tenía prisa y no estaba tan lejos de su destino, así que, tras reflexionar unos minutos, respiró hondo, sujeto entre sus manos un pequeño paraguas y salió del coche.


Lo cierto es que el paraguas no resultó ser de mucha utilidad, ya que apenas le cubría de la lluvia, y el vendaval era tan fuerte que Álvaro tenía que sujetarlo con fuera para que no se le escapara de las manos.


La tromba le golpeaba con fiereza, casi consciente, en la cara; aunque el hombre pudo detectar que aquella no era en absoluto una lluvia normal. Lo que caía del cielo negro no era agua, sino que le recordaba a otra cosa. Como a limpiador. O a vinagre.


Apenas había caminado una docena de pasos cuando decidió que salir del coche había sido una idea completamente nefasta, pero irremediable, al ver, estupefacto, como al darse la vuelta era incapaz de localizar su coche entre el muro que formaba aquel fluido. En principio la operación subsanadora parecía sencilla, solo tenía que volver sobre sus pasos para encontrarlo otra vez. Y así lo intentó, por supuesto, sin éxito.


Tras muchos más pasos que los que había caminado, el paraguas terminó escapándosele de las manos y perdiéndose en el laberinto líquido que le rodeaba. El agua le llegaba ya casi hasta las rodillas, era incapaz de ver nada y estaba muy asustado. Le temblaba todo el cuerpo, y no sabía si era por el miedo o por el frío. Se sentía como estar encerrado en una habitación diminuta que se movía allá a donde fuera.


Era incapaz de percibir nada a su alrededor que pudiera indicarle dónde estaba, ni si quiera que aún se encontraba en el mundo real; es por esto que en cuanto vio a lo lejos una tenue luz que parpadeaba, no dudó en correr hacia ella como buenamente pudo, pues ya estaba sumergido hasta la cintura.


La carrera se acabó convirtiendo en natación mientras el nivel del agua subía y Álvaro seguía avanzando, aunque por mucho que avanzaba, cada vez se sentía más y más lejos de la luz. Avanzó y empujó y luchó tan fuerte que al final acabó chocando con la pared. La pared, infinita, transparente, se había olvidado de ella. Siempre presente, siempre omnipotente, inquebrantable. Pero el tenía que llegar hasta la luz…


La luz se fue alejando mientras que las paredes se encogían en torno a Álvaro. Y junto a él, a otras tres personas que nadaban vagando por el líquido infinito. Estaban aprisionados por las tres paredes sobre las que, por suerte, la lluvia rebosaba y se vertía por los laterales del bote hasta que, finalmente, fue tapado.


Entre el agua y los cuerpos, Álvaro flotaba, ahogándose, perdido, dejándose llevar por lo que fuera que el universo le había preparado. Pero no, él no quería morir. Así no, de ninguna manera. Quería luchar, y golpeó la pared que había junto a él, temblaba, pero no parecía siquiera poder resquebrajarse. Era absoluta e infinita. Esa pared lo era todo. El final del bote, pero también el principio del mundo. Una cárcel indisoluble, un universo diminuto, un tanque de vinagre y también, ¡una puerta! Por supuesto que si lo era todo, también era una puerta por la que Álvaro pudo salir sin problema. ¿Cómo no lo había pensado antes?


Al salir por la puerta, una riada de aquel líquido le empujó durante kilómetros, justo en la dirección que buscaba, la dirección de la luz. Allí estaba, frente a él. Y esta vez sí que se estaba acercando. Rápido, demasiado rápido. No tardó en ver que aquella luz era la de su propio coche, pero no estaba bien. Había algo mal en su coche. Estaba en la carretera, tumbado, destrozado. Alguien debía haberlo robado cuando salió y haberse estrellado por la lluvia. De hecho, si se fijaba bien, podía ver que había alguien dentro del coche. Y cuando pudo verle la cara se dio cuenta de que le conocía bien.


Álvaro estaba en su coche, boca abajo, con los brazos torcidos y la cara llena de cristales, ¿cómo había podido despistarse así? La sangre le brotaba a borbotones, pero aún así podía ver lo que había a su alrededor. Otro coche más, con una familia entera. Al menos tres personas. Dos ambulancias. Un volante. La policía. Un arroyo de agua de lluvia. Su boca. Luces. Su propia mano. A lo mejor no debería estar ahí. Y en el interior de su mano, algo. No era capaz de sentirlo con el tacto, pero lo veía, arrugado, blanco y empapado. Algo sencillo, que siempre había tenido ahí, que le había guiado de alguna manera hasta allí. Algo tan sencillo .La lista de la compra. Así de sencillo

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